Una federación reconoce la existencia de entidades federativas soberanas en su gobierno interior, las que —por definición— pactaron la unión bajo esa fórmula ahora tan conocida y a veces debatida, y cedieron atribuciones a una superestructura jurídico-política institucionalizada en el gobierno federal, para lograr fines comunes y operar materias públicas de orden nacional. Entre ambos niveles, el local —reiterado tantas veces como entidades federativas existan— y el federal, se ejerce la soberanía popular en ellos depositada, por lo que se habla de una cosoberanía, esto es, la federal y la común o estatal.

Desde luego, se cuenta con una fórmula de distribución de competencias de orden constitucional, a fin de discernir con precisión dónde actúa el gobierno federal y qué materias corresponden a los estados y el DF. Así, se habla de materias exclusivas de la Federación —reservadas expresamente por la ley— y las exclusivas de las entidades federativas. Se conoce —además— una zona de materias conocidas como duales, pues sustantivamente se ejercen por cada nivel de gobierno soberanamente, aunque se trate de la misma asignatura.

En esta tercera categoría se encuentran funciones del Estado moderno como la legislación, la administración pública y la jurisdicción, por citar casos bien conocidos. En efecto, si dramatizamos el dicho, sólo para aclarar, en cuestiones de la función judicial existen 32 órganos judiciales locales —tribunales superiores o supremos de justicia de cada estado y el Distrito Federal, desde luego integrados cada uno por toda su estructura de juzgados y salas— y un Poder Judicial de la Federación, encabezado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Los primeros atienden toda la materia del fuero común en sus respectivos ámbitos competenciales y el segundo, el fuero federal y la justicia constitucional.

Cada cual tiene debida y precisamente asignadas sus áreas de jurisdicción. No hay traslapes, ni disputas. Se sabe de cierto qué asunto corresponde al fuero federal y cuál al fuero común, y si uno debe ser conocido por determinada entidad federativa y no por otra.

En estos menesteres no se halla problema mayor; en realidad las complicaciones aparecen por razones políticas, pues existe desde antaño, como reminiscencias autoritarias del siglo XIX y lamentablemente conducidas hasta estos días, rasgos de sometimiento de la función judicial a los poderes políticos, fundamentalmente en los ámbitos locales.

Se sabe de ciertas prácticas en la vida pública de algunas entidades federativas que llevan a la cancelación de la carrera judicial y hacen coincidir los cambios de administración y legislaturas, con nuevas designaciones —ciertamente “a modo”— de integrantes del órgano judicial superior local, y desde luego, la carrera judicial no existe, pues siempre es más posible una designación de magistrados a conveniencia de la autoridad política. Esto da al traste con cualquier aspiración de autonomía judicial, de confiabilidad y credibilidad sociales en sus juzgadores y por supuesto, que ignora la dignidad judicial sin el principio de inamovilidad judicial y respeto a su vida y decisiones interiores.

Un caso claro de sometimiento del Poder Judicial a otro poder político, es esa práctica deleznable de llevar al representante del tribunal superior o supremo correspondiente, en algunos estados, a rendir su informe de labores ante la Legislatura. Se politiza la jurisdicción, se avasallan sus principios de independencia y autonomía y se refuerzan prácticas autoritarias que deberían ya estar desterradas.

Presidente del Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal

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