Hace unos días la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) publicó el informe Situación de los derechos humanos en México 2015. El documento relata la grave crisis de derechos humanos que vivimos, desde las desapariciones, las ejecuciones extrajudiciales, la inseguridad para mujeres y niños, la tortura, la falta de acceso a la justicia y la impunidad. Los datos son alarmantes. Por ejemplo, se registró un incremento de más del 100% en el número de denuncias por tortura, recibidas por la PGR en los dos primeros años del sexenio, pasando de mil 165 en 2012 a 2 mil 403 en 2014. Entre 2006 y 2014, la CNDH reportó 9 mil 200 quejas recibidas por tortura. El gobierno mexicano, sin embargo, fue pronto en rechazar las conclusiones del informe, señalando que “no refleja la situación general del país”.

La CIDH, sin embargo, no es la única organización que ha señalado la crisis de derechos humanos que vivimos. En su informe sobre México de 2015, Human Rights Watch habla de los mismos problemas destacando que “miembros de las fuerzas de seguridad en México han participado en numerosas desapariciones forzadas y es común que en México se practiquen torturas para obtener información y confesiones bajo coacción”. En mayo de 2015, el relator especial de Naciones Unidas sobre tortura también presentó un informe en el cual concluye que la tortura es generalizada en México y ocurre desde la detención hasta la puesta a disposición, teniendo fines de castigo o de investigación penal. En esa ocasión el gobierno también negó la veracidad del documento, criticando la metodología y asegurando que la tortura, aunque existe, no es una práctica generalizada. Los esfuerzos del gobierno por negar la existencia de violaciones sistemáticas de derechos humanos han llegado a tal grado que hace unos días el relator de la ONU en materia de derechos humanos, Michel Forst, reprochó públicamente la cancelación de una visita oficial que tenía programada a México para este año.

Pero los datos generados aquí hacen innegable la realidad. En la encuesta del CIDE a la población de internos federales (2012), 57% de ellos reportó haber sido golpeado durante la detención o traslado: 85.3% recibió patadas, 83% puñetazos, 78.7% cachetadas, a 69.8% le cubrieron la cabeza, a 64.9% le vendaron los ojos y a 55.7% lo sofocaron o asfixiaron. Resalta que 35% afirmó que recibió toques eléctricos, lo que implica una infraestructura, un espacio destinado para este propósito. En otra encuesta a internos de la CDMX y Estado de México de 2014, 46.4% de ellos respondieron sí a la pregunta “¿Alguien lo golpeó o utilizó la fuerza física para obligarlo a declarar o cambiar su declaración?”.

La tortura en México es generalizada pero quizá más grave aún es que es socialmente aceptada. En la encuesta de la UNAM del 2011 sobre cultura constitucional, 33% de las personas dijo estar “de acuerdo o muy de acuerdo” con que se use la tortura para conseguir información en interrogatorios. Otro 19.5% se mostró neutral. En otras palabras, para el 52% de los mexicanos no es incorrecto usar la tortura como método de investigación penal. ¿Por qué habría de serlo para los funcionarios que también son parte de la misma sociedad?

Violar derechos y perpetrar la tortura representa un grave daño para las víctimas pero también para el Estado y para la sociedad. Implica permitir que la violencia regule y determine nuestras relaciones sociales. Garantizar el respeto a la vida e integridad de las personas no sólo es una obligación de todo gobierno, sino su razón de ser. Con la estrategia de negación, el gobierno no sólo se vuelve cómplice de los abusos que niega sino también perpetrador de un agravio más en contra de una sociedad tan acongojada que parece dispuesta a tolerar hasta lo intolerable.

División de Estudios Jurídicos CIDE

@cataperezcorrea

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