El 19 de febrero de 2012 murieron 44 personas y se fugaron otras 30 tras un motín en el Centro de Reinserción Social de Apodaca, Nuevo León. Fue una de las peores tragedias en la historia penitenciaria del país. De acuerdo con diversos medios, algunos custodios dieron acceso a “personas” (no se supo si eran internos) de un grupo criminal a los dormitorios donde se encontraban miembros de otro grupo. Ahí, asesinaron, mientras dormían, a 44 personas con palos, fierros y navajas. Algunos quedaron desfigurados e irreconocibles. Parece que ni siquiera se trató de un motín, sino de una masacre planeada y ejecutada con la ayuda de autoridades del penal. El bestial acontecimiento mereció los encabezados de los principales diarios del país durante algunos días. La CNDH atrajo el caso para investigar las posibles violaciones a los derechos de los internos. La Comisión entonces hizo un llamado a las autoridades “para que se apliquen acciones preventivas en los centros penitenciarios del país, a efecto de evitar incidentes de esta naturaleza”. Pero el caso quedó en el olvido. Cuatro años después, despertamos con un evento igual de brutal en otro penal del mismo estado: Topo Chico.
Primero se reportaron 52 personas fallecidas, luego se “ajustó” a 49. Cinco de ellos fueron calcinados al grado de hacer difícil su identificación. Se utilizaron puntillas, navajas, palos, y bates para asesinarlos. Según la información, que sale a cuentagotas, se trató nuevamente de un (intento) de fuga y de grupos que peleaban el control del penal.

Los penales del país son un negocio millonario. Adentro todo cuesta: la cama, el agua para beber, el jabón, el derecho a trabajar o a estudiar, recibir visitas e ingresar los bienes que éstas traen para sus familiares. Cuesta mandar llamar al interno cuando llega su familia de visita y cuesta tener un espacio donde sentarse a platicar. En el interior se venden —con sobreprecio— los productos que no se permite a los familiares ingresar. Se cobran cuotas por no pasar lista y para no lavar los escusados. Se extorsiona a los familiares para garantizar la seguridad de su interno —pagas o le rompemos las piernas—.

Esa es la realidad de los penales del país. De acuerdo con el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria 2014 de la CNDH, casi todos los centros tienen los mismos problemas que presentan los penales de Nuevo León: sobrepoblación, autogobierno, áreas de privilegios, objetos y sustancias prohibidas, cobros por parte de custodios y de internos, etc. En una escala del 0 al 10, el Centro de Apodaca recibió una calificación de 5.43, Topo Chico, 5.72. El promedio nacional para los Ceresos fue 6.02.

Parte del problema es la fantasía de que podemos resolver todo tipo de males sociales con el uso de cárceles. Tala de árboles, violencia familiar, pensión alimenticia, discriminación, aborto, maltrato animal, consumo de drogas, maltrato infantil o grafiti; no importa cuál sea el problema, encarcelar a alguien es el remedio. Un elixir para exorcizar todo mal social. No importa si una y otra vez se publican estudios que muestran que en las cárceles terminan personas con los mismos perfiles: jóvenes pobres y marginados, personas que el sistema preseleccionó por falta de recursos para ocupar un pedazo de celda. Abrumadoramente gente que cometió delitos no violentos o de pocas cuantías. Tampoco importa que una y otra vez estudios muestren la corrupción rampante del sistema penitenciario y el uso excesivo de la prisión preventiva. Insistimos en retacar las cárceles y olvidarnos de lo que pasa adentro. Olvidamos a las familias que pasan sus días haciendo fila para visitar a sus internos y de las personas que mañana regresarán a vivir a esta sociedad. Las prisiones son una caja negra a la que sólo nos asomamos cuando la desgracia y el morbo nos llaman. No dejarán de ser incubadoras de tragedia mientras no reconozcamos que de lo sucedido ayer, todos somos responsables.


División de Estudios Jurídicos CIDE

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