En una noche, dos bandas rivales de narcotraficantes acabaron con El Edén, un pueblo ubicado en el norte de México, pero que puede localizarse en cualquier otra región del país. A ese lugar, imaginado por el escritor Eduardo Antonio Parra, que es el protagonista de Laberinto (Literatura Random House), su nueva novela, la violencia fue llegando poco a poco y se fue metiendo a las entrañas de la comunidad, violentando su vida cotidiana que transcurría en la tranquilidad y la seguridad de una vida en paz.

El maestro de la narrativa de la violencia, autor de otros libros como Nostalgia de la sombra y Sombras detrás de la ventana, vuelve a meterse con soltura en un tema que le obsesiona e intriga, porque su interés es ver cómo la violencia impacta a los personajes de ficción, pero sobre todo cómo la violencia, que cada día destroza más a México, ha impactado a los ciudadanos.

En esta ocasión Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato, 1965) rememora la vida de El Edén nueve años después de su destrucción, y para contarlo recrea con maestría el infierno en el que viven El Profe y Darío, los dos protagonistas de esta historia llena de horror, violencia y muerte, pero en la que también habitan el amor, la sexualidad y el erotismo.

¿La violencia está pasada por la ficción o es la ficción la que supera a la violencia?

—Mi historia es producto de la realidad. De hecho una de las ideas para escribir esta novela era precisamente que los únicos que saben lo que ocurrió en esos pueblos son los que viven ahí.

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Mi primera intención es mostrar que la violencia no deja de ser una nota breve en el periódico o un reportaje, pero se nos va olvidando y la idea es que no se olvide.

Mi segunda intención era meterme en la cabeza de los que vivieron esa violencia para ver cuáles son las consecuencias emocionales de los hechos violentos.

Al principio, cuando empezó la guerra, yo iba mucho al norte y cuando te platicaban algo lo hacían con entusiasmo: “Y se armó la balacera y la madre y acá mataron a este”, ahora no te lo platican con entusiasmo, sientes que les afecta bastante, que les duele, que hay una consecuencia emocional, la cual hay que dejar de alguna manera plasmada.

¿Una violencia que se ha metido a la vida cotidiana?

—Lo que estoy narrando aquí sigue ocurriendo. Cuando yo empecé la novela creí que cuando la terminara no iba a volver a pasar, pero por supuesto que sigue ocurriendo.

Michoacán, Chihuahua, Coahuila, Tamaulipas, en todos lados está ocurriendo. Yo quería hablar sobre qué es lo que nos está dejando todo este vendaval de violencia, qué es lo que te está dejando si vives en un pueblo completamente tranquilo y de repente llega la violencia, casi como “de repente vino el remolino y nos alevantó”, y entonces todo se trastoca y todo queda destruido y tú quedas completamente destruido por dentro después de eso.

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El Profe y Darío se encuentran nueve años después para revivir el horror.

—Los personajes empiezan a recordar la violencia de una noche en la que su pueblo se destruyó, lo hacen de manera muy vívida, vuelven a vivir toda esa angustia, todo ese miedo, además cargan con las consecuencias. Están destruidos desde hace nueve años, son alcohólicos y no tienen lugar para dónde irse.

¿Ellos contrastan su vida a partir de esa memoria de violencia?

—La memoria se vuelve laberíntica, o sea, es un laberinto sin salida: sabes que hay una salida, pero no sabes dónde está, mientras ellos están ahí y sólo se topan con pared a la hora de recordarlo. Mi intención era que no lo hubieran contado nunca hasta esa noche.

¿Ese es el infierno que hoy se vive en el país?

—El infierno está ahí, si lo eludes también te va a afectar muchísimo. Sí, hay unas consecuencias bastantes fuertes. Mi idea no era escribir una novela de narquitos, sino ver qué es lo que pasa en la gente común. Creo que es por ahí donde uno le puede tomar la temperatura al estado emocional del país.

¿El Edén puede ser cualquier pueblo o comunidad del país?

—Mi principal referencia fue Ciudad Mier, un pueblo que los narcos destruyeron... pero resulta que después fue Allende y luego otros pueblos. Es el edén de la infancia para Darío, el edén de la vida tranquila para El Profe, pero se acabó para ellos y nosotros vemos cómo ante la violencia sales expulsado al infierno, ves cómo los ángeles llegan y te mandan al carajo.

¿La violencia estaba en el norte y ahora está en todos lados?

—Empezó en Ciudad Juárez, Chihuahua, Monterrey, Culiacán, todo mundo platicaba con entusiasmo sobre matanzas sanguinarias.

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Todavía privaba esa cuestión como de estoy viendo una película, [pero] ahora ya no te la cuentan con la misma tranquilidad o euforia.

Es el miedo lo que empieza a privar, la depresión, tristeza absoluta y por supuesto el coraje y la necesidad de justicia.

Ya llegamos al otro lado de la curva y no sabe qué siga, esa es la cosa. Creo que lo que puede seguir es la rabia, un brote así muy fuerte, pero no sé.

¿Ni siquiera en la literatura hay un poco de esperanza?

—Cuando Javier Sicilia convocó a la primera marcha creíamos que ese era el límite, pero vemos que no pasa nada, sigue y sigue y se va prolongando, se va alargando el terror... y dices: “Hijo mano, está duro”, y ahora ya llegó la violencia a la Ciudad de México, donde ya no te sientes seguro.

En Laberinto, a diferencia de otros textos que he escrito, no sentía la luz al final del túnel tan clara, aquí es cada quien rásquese con sus propias uñas para ver cómo logra sobrevivir. Para mis dos personajes está el alcohol, eso es lo único que les queda.

No sé, cada quien tiene que buscar la manera, porque sabemos que no hay salida ni tampoco sabemos dónde está.

¿Estuviste tentado a darles una salida a tus personajes y esperanza al lector?

—¿Algo que nos iluminara al final? No, creo que sí lo pensé pero dije: “Sería irreal, inverosímil”, algo así como que llegara un día la policía e hiciera justicia, claro que eso no pasa, o que llegara el Ejército e hiciera justicia, claro que tampoco pasa, entonces no hay opción, la salida es la huída, pero llegas a otro lugar que está igual, y eso es lo peor.

¿Te reflejabas en los personajes, en sus temores y silencios?

—En los dos, porque según yo eso es el proceso de la imaginación, meterte en ellos y de repente decir: “¿Qué haría yo en sus zapatos?”, y ahí es donde te topabas con pared. Sólo me quedaba el dolor y el miedo.

A los personajes se les truncó el futuro, ¿y a nosotros?

—Una de las cosas que pensaba al escribir era: ¿cuál es el futuro que tiene la juventud y los que viven esto?. Es muy complicado, salen uno de cada 20, los demás se meten al sicariato, a trabajar con los cárteles, sucumben o son secuestrados como esclavos o sicarios. Está muy negro el panorama y por más que se quiera meterle esperanza, está difícil.

¿Qué historias vienen?, ¿sigue el norte, la violencia?

—El norte seguirá siempre y la violencia también, pues es uno de mis temas, pero quiero darle la vuelta.

Estoy trabajando sobre los esclavos contemporáneos en México, los que secuestran y convierten en esclavos en los plantíos, los que en Michoacán meten a las minas y en Tamaulipas los ponen de carne de cañón como sicarios. Hay mucha esclavitud en la actualidad en México y eso casi nadie lo sabe. Ya llevo un pedazo, a ver si cuaja, será una novelita. Y sigo trabajando cuento, a lo mejor para el año que entra ya estaría listo un libro.

¿Cómo está la literatura en el norte del país?

—Goza de cabal salud, las nuevas generaciones están bien duras. En Monterrey, Ciudad Juárez, Sonora están surgiendo un montón de escritores. Creo que esto ya no para, el norte está perfectamente presente, creo que pronto ya ni siquiera se va a hablar de las diferencias porque ya están perfectamente asentados.

Veo a las nuevas generaciones con muchas ganas, con mucha técnica, con muchas historias. Creo en la literatura, como decía Emmanuel Carballo: “Vivimos en un país de tercer mundo, pero tenemos una literatura de primer mundo”. Seguirá siendo de primer mundo.

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