Vale la pena recordarlo: Baruch Spinoza nació en Ámsterdam en 1632, en una familia judía sefardí que había huido de la Inquisición portuguesa. Sin embargo, el refugio no duró mucho. En 1656, su propia comunidad lo excomulgó por herejía, acusándolo de sostener ideas incompatibles con la ortodoxia. La religión, al final, terminó por pasarle factura. Desde entonces, Spinoza vivió al margen, puliendo lentes ópticos mientras armaba, casi en silencio, un sistema filosófico que la tradición ha catalogado como racionalista, aunque esa etiqueta no está exenta de discusión. Su obra mayor, Ética demostrada según el orden geométrico, publicada después de su muerte en 1677, adopta la forma de teoremas geométricos, lo que parece confirmar su pertenencia al racionalismo. Pero justamente esa formalización extrema ha llevado a algunos intérpretes a ver en Spinoza algo más que un racionalista clásico.
Así pues, Spinoza sostenía que existe una única sustancia infinita, eterna e indivisible, identificada con Dios o la Naturaleza. Pero no es el dios personal del teísmo, sino la totalidad de lo real, una visión que va más allá del racionalismo ortodoxo que separa razón y revelación. En la Ética define la sustancia como “aquello que es en sí y se concibe por sí”, independiente de todo lo demás. Esta visión establece un monismo radical (una sola cosa), enfrentado al dualismo cartesiano. Y aquí surge la pregunta: ¿es esto racionalismo o un giro ontológico completamente distinto, incompatible incluso con la arquitectura cartesiana? Para algunos, Spinoza lleva el racionalismo a su límite; para otros, lo desborda.
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La sustancia, según Spinoza, se expresa mediante infinitos atributos, aunque solo percibimos dos: pensamiento (cogitatio) y extensión (extensio). El pensamiento abarca las ideas; la extensión, la realidad material. Ambos funcionan en paralelo sin causarse mutuamente, un esquema conocido como paralelismo psicofísico. Este mecanismo permite resolver el problema de la interacción mente-cuerpo sin recurrir a explicaciones sobrenaturales, algo coherente con el racionalismo. Pero, al mismo tiempo, su rechazo absoluto de la causalidad entre mente y cuerpo rompe con el racionalismo de René Descartes, que buscaba mecanismos explicativos dentro de un marco dualista. De nuevo, Spinoza opera dentro y fuera del racionalismo.
Por otra parte, los modos son las manifestaciones finitas de la sustancia. Cada cosa individual (personas, objetos, ideas) es un modo, una modificación temporal de los atributos infinitos. Los modos carecen de autonomía ontológica y dependen de la sustancia. Spinoza distingue entre modos infinitos (como el movimiento universal o el intelecto infinito) y modos finitos (las cosas particulares). Los seres humanos somos modos finitos compuestos de cuerpo y mente, y nuestra esencia es el impulso por perseverar en el ser (en la verdad). Esta noción, profundamente naturalista, es difícil de encajar por completo en el racionalismo europeo tradicional, más preocupado por la estructura del conocimiento que por un impulso vital universal.
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Así pues, el determinismo del filósofo refuerza esta ambigüedad. Para Spinoza, todo sucede por necesidad lógica derivada de la naturaleza divina; no existe azar ni libre albedrío en sentido clásico. Esta visión parece una extensión natural de la confianza racionalista en la inteligibilidad del mundo. Pero cuando redefine la libertad como actuar según la necesidad de la propia naturaleza comprendida racionalmente, introduce una dimensión ética que no encaja del todo en el racionalismo típico, más centrado en las condiciones del conocimiento que en una ética de la alegría.
Así, sus tres tipos de conocimiento (imaginativo, racional e intuitivo) plantean otro matiz: el tercer tipo, la comprensión intuitiva de las esencias singulares, rompe con la idea de que la razón discursiva es el horizonte último del conocimiento. Aquí Spinoza se aparta del racionalismo y apunta hacia una forma singular de intuicionismo metafísico. Las pasiones también ponen en tensión la etiqueta racionalista. Spinoza distingue entre pasiones activas (nacidas de ideas adecuadas) y pasivas (derivadas de ideas confusas). El camino ético consiste en transformar las pasivas en activas mediante el conocimiento, culminando en el “amor intelectual hacia Dios”. Esta alegría contemplativa, que brota al vernos como parte de la sustancia infinita, no encaja fácilmente en el racionalismo estrecho, aunque sí en una ética basada en la comprensión. Aquí Spinoza no es un racionalista que desconfía de las pasiones, sino alguien que busca integrarlas en un orden de comprensión.
En el Tratado teológico-político (1670), su filosofía se vuelve también política. Defiende la libertad de pensamiento y expresión, interpreta la Biblia como un texto histórico y denuncia el uso político de la religión. Propone un Estado democrático y tolerante, ideas que pueden inscribirse en el racionalismo político, pero que también se apoyan en su ontología monista y en su defensa de la libertad como comprensión, no como voluntad. Su pensamiento político, por tanto, es racionalista en los métodos, pero no necesariamente en los supuestos ontológicos que lo sustentan.
Hoy podemos decir que la influencia de Spinoza atraviesa siglos y tradiciones que a veces lo reclaman como racionalista y otras lo ven como un precursor del romanticismo, del naturalismo científico o incluso del pensamiento ecológico contemporáneo. Ilustrados como François-Marie Arouet mejor conocido como Voltaire y Denis Diderot lo leyeron como racionalista radical; inclusive Albert Einstein lo citó para explicar un universo ordenado sin intervención divina. Y filósofos modernos lo ven como un antecedente del monismo en la filosofía de la mente. Su clasificación, por tanto, es problemática. Quizá la dificultad provenga de intentar meter en una sola etiqueta a un pensador que llevó al racionalismo más allá de sus propias fronteras.
Lo que más me interesa de Spinoza es, sin duda, su ética. Él intenta invitarnos a comprender el mundo para vivir mejor, pero ese mundo está lleno de seres humanos que viven y sufren, que desean en ocasiones solo la supervivencia más allá de la relación humana. Esta es una época por demás solipsista. Así que, sea o no Spinoza un racionalista en sentido estricto, su legado persiste como una forma de racionalidad ampliada, capaz de reconocer la profunda interconexión de todo lo que existe, vaya… para mí sigue siendo un renacentista.
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