Conseguí ser fotógrafa después de una incursión de dos años y medio en el cine, donde trabajé primero como asistente, luego como jefa y, finalmente, como gerente de producción de varias películas de largometraje y cortometrajes, entre las que destacó Fando y Lis, de Alejandro Jodorovsky; El mes más cruel, de Carlos Lozano; Mariana, de Juan Guerrero, y Olimpiada en México, de Alberto Isaac, lo que me permitió ganar el dinero suficiente para comprarme mi primera cámara fotográfica y mandar a volar al cine que, en el fondo, me parecía muy artificial y difícil de realizar. Era demasiada parafernalia para un resultado generalmente pobre y mediocre. ¡Con mi cámara era yo libre!, nada me impedía ahora realizar mi sueño, nada mediaba entre la escena y mi ojo.

Entonces, el destino, a finales de 1968, me unió al escritor Salvador Elizondo, quién me alentó en mi decisión de dejar el cine y me apoyó en todo momento para que yo pudiera trabajar en desarrollar una obra fotográfica. Fue justamente gracias a él que finalmente Rulfo se hizo visible ante mis ojos: Salvador me consiguió un trabajo, como fotógrafa, en el Centro Mexicano de Escritores. Acudí, cámara en mano, a una sesión en el CME, en donde por primera vez vi a Rulfo. Estaba sentado en una gran mesa ovalada, presidiendo la mesa, junto al doctor Francisco Monterde y a Salvador Elizondo, rodeados de los becarios.

Luego se hizo habitual que casi todo los miércoles, después de la sesión del CME, llegara Salvador a casa con Juan Rulfo. Así, paulatinamente, llegué a conocerlo. Hablaba entre dientes, fumaba y tomaba café constantemente, era medio rubio, guapo, de pelo rizado, finas facciones y unas manos grandes y alargadas con las que se expresaba en sus pláticas con nosotros. Rulfo, a veces, miraba mis incipientes fotografías.

Un día, cuando lo acompañé a la salida de casa para despedirlo, después de su periódica visita de los miércoles, se detuvo en el umbral de la puerta y sacó del bosillo de su saco gris de gruesa lana una pequeña fotografía impresa por contacto al tamaño de seis por seis centímetros. Era una hermosa imagen de un tianguis con un juego visual de las mantas tendidas, una fotografía perfecta dedicada a mí, que decía al calce: “A Paulina con amor, Rulfo”. Quedé atónita, ignoraba yo que Rulfo tomaba fotografías.

Yo aproveché la ocasión, dándole infinitas gracias por su maravilloso obsequio, para pedirle una cita para que posara para mí y poder así tener el honor de poner un retrato de él dentro de mi primera exposición individual que estaba próxima inaugurarse, el 25 de noviembre de 1970, en el Palacio de Bellas Artes. Me dijo que sí, muy amablemente, y me citó el 7 de noviembre en el Instituto Indigenista, situado en Avenida Revolución, al mediodía… (continuará)

***En la foto: Los escritores Juan Rulfo y Salvador Elizondo revisando textos de becarios en sesión del Centro Mexicano de Escritores, 1970./ Cortesía paulina lavista

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