No todo escritor es traductor, pero cuando ha combinado su propio trabajo de escritura con la versión al español de las obras que lo emocionan el resultado suele ser memorable. Diríamos que abona a la conversación, permite, por ejemplo, que “Bartleby el escribiente” de Herman Melville, en la traducción de Borges, sea parte del paisaje literario de quienes sólo lo pueden leer en español. Y aún de quienes, aunque dominen el inglés, apetezcan entrar en el triángulo al que invita una traducción donde se conversa en grupo: con el escritor del texto, con el escritor del texto en español (y las decisiones que tomó). El traductor emocionado por el texto y su sentido escudriñará en la organización del mismo, en el tono, en el ritmo y la cadencia, para preservar la fuerza estética del original, la forma y fondo que logró el autor. Sergio Pitol, un escritor siempre amable, fue el traductor de obras imprescindibles desde varias lenguas al español. Combinó su trabajo en la diplomacia con la inmersión en obras que se han reunido por la Universidad Veracruzana en la espléndida Colección Sergio Pitol. Leer El corazón de las tinieblas en la versión al español de Pitol es estar muy cerca de Conrad, de ese pasmo en la subida de la marea del Támesis y la tensión del relato que hace Marlow de la travesía Congo adentro y el encuentro con Kurts. Es imaginar a Pitol leyendo —por quién sabe qué número de vez— la novela conradiana y buscando el acomodo de las palabras para lograr la misma emoción lectora. Es como sintonizar una frecuencia.

Juan Villoro dijo (en estas páginas de EL UNIVERSAL) que su amigo y maestro le habló de las bondades de la traducción para un escritor, que era la mejor forma de aprender “porque es la única oportunidad de meterse auténticamente en las tripas de otro autor”. Si la lectura es ya una forma de cercanía, la traducción supone una intimidad con el autor. Estar en sus zapatos, su escritorio, su pluma, su cabeza, su desvelo, su estado de vida, su emoción, su perseguir una imagen, una idea, un detalle, el sonido del texto. Qué privilegio. Sergio Pitol lo sabía y por eso hizo puentes con sus lectores desde el checo, el húngaro, el ruso, el inglés, entre otros. Traducirlos fue no sólo estar en una obra determinada como Los papeles de Aspern o La vuelta de tuerca de Henry James, si no con ellos. ¿Qué mayor intimidad puede haber que la lectura para proveer de esa experiencia lectora a otros? Una especie de médium de una voz y una mirada. Cómo no saber más del autor para intentar comprenderlo, para ensanchar el diálogo y así armarnos a sus lectores de asideros renovados. Me refiero al estupendo libro de ensayos Adicción a los ingleses, donde Pitol nos acerca a 10 novelistas ingleses, además de los mencionados, a Evelyn Waugh, Charles Dickens, Charlotte Brönte, Jane Austen y más. Un libro compañero de otros libros. La fina sensibilidad de Pitol, su gusto por los libros desde muy niño en una familia de lectores, la enfermedad que a esa edad lo llevó a lecturas que cincelaron sus preferencias (siempre dijo que un escritor es sus lecturas). Entre sus lecturas tempranas estaban Dickens y Stevenson, ingleses, además de Verne. Adicción a los ingleses acompaña deliciosamente la lectura de estos autores. Me pregunto de dónde sacaba el tiempo y la energía para traducir un centenar de obras además de escribir las propias. ¿Nos quejamos de la falta de tiempo? Cómo no admirar a un Pitol tan sencillo y afable que no presumía los muchos premios que acumuló, incluso el Cervantes de 2005.

Descubro que mi ejemplar de Adicción a los ingleses está dedicado por Sergio Pitol en 2004. Hay algo que me estremece de sus últimos años silenciosos, de su enfermedad, aunque prevalece el recuerdo de su apostura dulce. Es sólo que ya no podré agradecerle que me haya hecho leer el cuento Kew gardens de Virginia Woolf, cuya elegancia y sutileza atesoro. Tampoco puedo agradecerle su versión de una de mis novelas favoritas, El corazón de las tinieblas, ni el saber que Ford Madox Ford (de quien tradujo El buen soldado), quien animó en la escritura a Jean Rhys, estuvo allí con Joseph Conrad mientras escribía Nostromo y dialogaban sobre narradores y tiempo, aspectos fascinantes del entramado ficticio.

Pero me queda desparramar su adicción a los ingleses, que tradujo y estudió, para animar la conversación que permanece y da vida perene a los escritores.

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