Sueños de una carrera universitaria. Era tan importante para mi generación entrar a la UNAM, que a veces daba la impresión de que aquélla era un punto de llegada. Pero algunos la asumimos más bien como punto de partida en múltiples direcciones. Primero, porque la licenciatura en Derecho, como buena parte de las carreras de Humanidades y Ciencias Sociales, deja abierto un amplísimo espectro de opciones para la vida. En el mejor sentido, prolonga los espacios para soñar, madurar proyectos, afinar vocaciones. Para empezar, está el abanico riquísimo para seleccionar campos profesionales y elegir posgrados. Y para continuar, están las diversas salidas que ofrece la formación jurídica y el instrumental del derecho. No sólo para el litigio, la consultoría o la mediación, la judicatura o los departamentos jurídicos del Estado o las corporaciones privadas, sino para otras actividades. La Facultad ha sido cuna de grandes escritores: de Octavio Paz a Carlos Fuentes, a Sergio Pitol, a José Emilio Pacheco, a Jorge Volpi; de grandes periodistas, legisladores, diplomáticos y, desde luego, de muchos políticos: seis de los últimos 12 presidentes de la República.

Incluido en un atractivo programa promovido por el director actual de nuestra Facultad, el jurista Raúl Contreras, en el que los profesores más vividos hablamos con los más jóvenes sobre nuestras experiencias, y una vez presentado por aquél como un licenciado “atípico”, alejado de los tribunales, quise hacer honor a esa amistosa introducción y compartí con las nuevas generaciones los diversos caminos por los que me ha llevado la formación multifacética inicial obtenida en aulas, auditorios, corredores, tabernáculos, grupúsculos, explanadas y cafés de la UNAM de los años 60. Mucho de lo que hablamos surgió de las vueltas que venían dando en mi cabeza los recuerdos activados por la petición de escribir estas notas para la hospitalidad de El Universal, formulada por mi querido amigo y contemporáneo universitario, el doctor Alejandro Carrillo Castro, hoy diligente animador de la Fundación UNAM, un organismo benefactor que ha apoyado con becas de sustento a decenas de miles de estudiantes en sus 25 años de existencia, que ahora conmemoramos, y que en buena hora nos convoca a los egresados a saldar algo de la enorme deuda que tenemos con nuestra casa.

Todo pasó en los sesenta.

Así solía decir Gabriel García Márquez. Vivimos entonces años convulsos, de gran efervescencia, de intensas lecturas (de Marx a Sartre, a Camus, a Teilhard de Chardin, al Che), de grandes debates y desgarramientos: vía armada vs. vía parlamentaria, el diálogo marxismo-cristianismo, movimientos contraculturales, la represión del 68 y el auge posterior de guerrillas y terrorismo, la revolución en la cultura popular (Elvis, los Beatles, los Rolling Stones). Todo eso bullía en aquella Facultad de los 60, entre maestros de Derecho nada complacientes: Ernesto Gutiérrez y González en Obligaciones, con su iconoclasta desafío al clásico Rojina Villegas; Morineau contra García Máynez; un joven Ricardo Franco Guzmán, elegante y refinado, como hasta hoy, pero entonces recién llegado de su posgrado italiano; Roberto Mantilla Molina, secretario general de la Universidad (el segundo del eminente rector Ignacio Chávez) con un curso de Derecho Mercantil enriquecido con lecciones puntuales de español; Mario de la Cueva y su teoría del Estado cargada de literatura y filosofía de la Alemania de entre guerras, Fernando Castellanos Tena y su festivo Derecho Penal, incluyendo el show que alguna vez obligó a protagonizar a un alumno en la cúspide de la fama, César Costa… No se puede mencionar a todos. Pero en este punto resulta imposible olvidar al profesor de Constitucional, Pedro Zorrilla, alentando debates estudiantiles entre el pensamiento neokantiano (Armando Morones), el cristiano (Fernando Pérez Correa) y el marxista (éste que ahora se los cuenta). O a mi profesor de Derecho Procesal Civil, José Franco Serrato, abogado general de la UNAM, que en clase se esforzaba por someter los ímpetus del inquieto alumno Diego Fernández de Cevallos (ya pasante en el despacho del fundador del PAN, don Manuel Gómez Morín), mientras fuera de clase gestionaba don Pepe (a solicitud hecha al rector Chávez por este nostálgico relator, ya entonces dirigente estudiantil) la liberación de estudiantes encerrados tras las redadas del regente Uruchurtu en los mítines de la campaña del (proscrito) Frente Electoral del Pueblo.

Sí. Aquella universidad y aquella facultad enseñaban a vivir y a convivir en aquel México y despertaban vocaciones literarias, periodísticas, políticas. Carlos Fuentes publicaba La muerte de Artemio Cruz y Aura y por allí rondaba a nuestro alcance en el café de Ciencias Políticas, convocado por los jóvenes y brillantes maestros de esa escuela encabezados por Pablo González Casanova (Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, Francisco López Cámara). Rosario Castellanos publicaba Oficio de tinieblas y allí estaba ella en el décimo piso de la Torre de Rectoría como jefa de Prensa de la Universidad, accesible a la conversación de este estudiante de Derecho aspirante a periodista. José Revueltas publicaba Los errores y allí lo teníamos arriba de una mesa del café hablándoles a los estudiantes de Derecho contra el estalinismo que corroía al Partido Comunista Mexicano. Luego nos reuníamos con él en un departamento supuestamente clandestino en Holbein, por la Plaza México, con miras a reconstituir una de las versiones del Grupo Espartaco. Y allí asistíamos, entre otros, Eduardo Lizalde, quien devendría poeta mayor; un estudiante de arquitectura, Juan Manuel Dávila; el gran fotógrafo Julio Pliego, y una entrañable estudiante de Derecho, Paquita Calvo Zapata, quien más tarde nos sorprendió a todos como coautora del primer secuestro de un grupo revolucionario en los 70. Pero fue por ella y por su mamá, Elisa Zapata Vela, que ingresé al periodismo. Elisa me escribió una generosa carta de presentación a Enrique Ramírez y Ramírez, su compañero de luchas revolucionarias de juventud y director fundador en aquellos años del periódico El Día. Esto me hizo vivir la tensión entre el ser de la realidad y el deber ser del derecho aprendido en las aulas, y actualizar con conocimiento de causa las visiones críticas aprendidas en los textos. La formación multifacética recibida en la Universidad sustentó más tarde mi desarrollo profesional en diversas y apasionantes direcciones: en la administración pública, el Poder Legislativo y el servicio exterior, alternando siempre con la comunicación: en los medios, en la Presidencia de la República y en la academia (en la Ibero y en la UNAM) hasta mis actuales responsabilidades como director del Fondo de Cultura Económica.

Copilco era una fiesta.

Pero como en París era una fiesta, de Hemingway, que también nos conmovía en aquellos 60, a la UNAM siempre se vuelve. Y a invitación del doctor Fernando Serrano Migallón, director de la Facultad poco más de tres lustros atrás, me incorporé a la todavía nueva asignatura de Derecho a la Información. Y a invitación del actual director, Raúl Contreras, organizo ahora la cátedra especial Jesús Reyes Heroles y formo parte del Comité Editorial que se esfuerza en actualizar los textos para la enseñanza del Derecho de acuerdo con las grandes transformaciones jurídicas del país y del mundo, una empresa en que el Fondo de Cultura Económica participa también con el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la propia Universidad. Sí. Todo cambia. Sólo que, otra vez, como en el caso del París de Hemingway, a mí se me pidió hablar de la UNAM según era en aquellos nuestros primeros tiempos, “cuando éramos muy pobres y muy felices”.

Director General del Fondo de Cultura Económica

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