Que no hablaba con nadie. Que vivía aislado. Que era más frío que una bala subsónica en invierno. Que no daba entrevistas. Que por sus arterias no corría sangre sino anticongelante. Que le faltaba un grado para ser el Anticristo. Que, uy, qué miedo.

Cuando apareció en México La virgen de los sicarios, en los tempranos años 90, su nombre, poco reconocido aún por estas latitudes, fue un suceso: el país que describía con una vertiginosidad digna de la cámara lenta y la repetición instantánea era una pesadilla. Y, sin embargo, real. Las balaceras, los muertos, los heridos, el tráfico de sustancias por las que se pagaban camiones enteros de dólares y los chavales sicarios que se entrenaban a sí mismos para ser capaces de matar desde una motocicleta a por lo menos 100 kilómetros por hora. Y esa locura, ese infierno en donde había letreros que señalaban “Prohibido tirar cadáveres aquí” era el sitio de donde Fernando Vallejo había salido indemne y al cual describía como testigo presencial y privilegiado. “¿Para qué necesito contar mentiras, si con escribir lo que viví ya tengo para llenar una biblioteca?”, se preguntó a sí mismo en aquel primer encuentro.

Lo que se esperaría que fuese un bunker al estilo del Unabomber, oscuro, lleno de humo, con páginas garrapateadas por todo el suelo, no era más que parte de un mito del cual él no participó y ni siquiera fue una campaña publicitaria. El hombre en caso, en el que cualquiera esperaría encontrar a una especie de Charles Manson colombiano, con barba de una semana y cabello grasoso, con un pantalón de peto, botas de minero y la camiseta de un mecánico al final de un arduo día de labores, no estaba presente.

La buhardilla secreta era en realidad un departamento amplio, luminoso, con una muy cómoda sala, un comedor en perfecto orden, una vitrina sobre la cual había decenas de fotografías muy probablemente de seres queridos, y un enorme piano. Por su parte, el sujeto que según los dichos debería mascar rieles y escupir tornillos, resultó ser un tipo alto, esbelto, ataviado con lo que hoy llamaríamos “ropa casual”, impecable, gentilísimo desde el momento de saludar, de sonrisa beatífica, de mirada infantil que invitaba a tomar asiento, a pedir alguna bebida refrescante.

“¿Un piano, don Fernando?” “Sí, un piano. ¿Algún autor en particular?” De memoria tocó al menos 15 minutos de Mozart, con digitación intachable. “Podría usted vivir tan sólo de dar conciertos”. “Podría, pero eso no importa”, dijo, cito desde el recuerdo y no me desmentirá.

Vallejo había escrito y publicado fuera de México la pentalogía El río del tiempo, a saber: Los días azules, El fuego secreto, Los caminos a Roma, Años de indulgencia y Entre fantasmas. Y ahí estaba él, lo que narraba era justo a él y a su entorno, y al terminar la lectura de cada uno de esos volúmenes el lector lo admiraba más al mismo tiempo que iba perdiendo la esperanza en la humanidad entera. Dejemos aparte el costo por importar aquellas maravillas desde Bogotá: la recompensa era verse tocado por el polvo mágico de la mejor prosa en castellano de Hispanoamérica.

Entrevistas más o entrevistas menos, un día sonó el teléfono: “Ubicas Barbet Schroeder, supongo”. Y quién no iba a ubicarlo: el director de Barfly cuando el gran Mickey Rourke era un ejemplo a seguir, antes de que se volviera una parodia de sí mismo, y cuando Faye Dunaway era parte de los sueños húmedos de chicos y grandes. “Viene a México, le organizo una cena en casa, te invito”. Menudo madrazo emocional. En aquella cena, que se prolongó hasta las tantas, había una media docena de invitados, ninguno de los cuales sabía ni de Vallejo ni de Barbet. Y qué: ahí, el escribidor pactó una entrevista con el cineasta que sólo un alien habría dejado pasar.

Ha pasado mucha agua, pero mucha, bajo todos los puentes desde aquello. Y muchos libros. Todos ellos devastadores, como el inicial. Tan sólo en narrativa, veamos: El desbarrancadero, La rambla paralela, Mi hermano el alcalde, El don de la vida, Casablanca la bella y ¡Llegaron! Más sus biografías, ejemplo que sólo él puede seguir por la rigurosidad y el talento narrativo: El Mensajero, Chapolas negras, El Cuervo blanco. Más sus capacidades diversas, porque el hombre dejó de leer literatura para meterse en la biología durante una década, y en la iglesia a la que apaleó de lo lindo y en la lingüística.

Y ahora, después de tantos años de vivir en México y de convertirse, vía la carta de naturalización, en el mejor escritor mexicano vivo, todo indica que se va, que se fue, que adiós para siempre adiós.

Pero el asunto no puede quedar ahí, en el aire. Sí, se ha afirmado que se va a Colombia, como si eso fuera un alivio para el dolor de la pérdida de su pareja y del posible daño de su departamento luego del sismo del 11 de septiembre pasado.

Luego de un seguimiento periodístico, el escribidor sabe de cierto que Vallejo está aún en México, ahora sí enclaustrado, ahora sí reconstruyéndose.

A nadie le recomendaría aquí el escribidor, que ha estado cara a cara y a solas con Sara Aldrete —la llamada narcosatánica—, sin que se le alterase el pulso y ahí está la hemeroteca para los millennials, que le busque las cosquillas.

Digamos mejor, junto con el enorme y estúpidamente olvidado poeta nuestro Miguel Guardia: “Te vas, te vas, te vas, pero te quedas, de mí no te despidas”.

@cesarguemes

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