Anatoli Lunacharski jugó un papel decisivo en la historia del comunismo. Filósofo de formación, recibió de manos de Lenin la encomienda de encabezar uno de los proyectos educativos más ambiciosos del siglo XX, el de la Rusia revolucionaria.

Lunacharski no era un comunista ortodoxo, ponderaba la amistad de los artistas por encima de la de los políticos, desconfiaba del materialismo cientificista y consideraba que para capturar la imaginación del pueblo era necesario “propagar el marxismo como una religión antropocéntrica cuyo dios era el hombre, elevado a la cumbre de sus capacidades, y cuya celebración era la revolución”, que constituía “el mayor y más decisivo acto en el proceso de la construcción de dios”. Con ese ánimo iconoclasta impulsó, el 16 de enero de 1918, un juicio contra el dios cristiano acusándolo de haber cometido crímenes de lesa humanidad; después de varias horas de deliberación, la deidad fue condenada a muerte y, en un acto de teatralidad delirante, un grupo de soldados disparó al cielo moscovita.

Inició su labor como comisario de instrucción a finales de 1917 con la certeza de que la difusión de la cultura proletaria era un medio para arraigar y elevar la conciencia de clase, al tiempo que también podía fungir como instrumento para incentivar el entusiasmo militante. Cuando inició sus funciones, se allegó de un grupo de colaboradores entre quienes se contaron Nadezhda Krúpskaia —esposa de Lenin—, Mijaíl N. Pokrovski y Pavel Lébedev-Polianski.

En una de sus primeras comparecencias proclamó su deseo de iniciar un proceso de socialización de la enseñanza: “El propio pueblo (…) debe desarrollar su propia cultura. La Comisión de Educación del Estado no es, por supuesto, un poder central que dirige las instituciones educativas. (…) La acción independiente de las organizaciones culturales y educativas de los obreros, los soldados y los campesinos deben conseguir total autonomía”.

Debido a las condiciones políticas y económicas en que Rusia se encontraba luego de la transición a un gobierno bolchevique, Lunacharski tuvo dificultades para allegarse de personal calificado en los distintos niveles de su ministerio, por lo que decidió abrir las puertas del mismo a intelectuales y artistas que se encontraran sin trabajo, lo que provocó la proliferación de departamentos de arte.

Como organismo gubernamental, el Comisariado de Educación gestionaba los puntos de contacto con otras instituciones en lo relativo a finanzas y medios de trabajo, sin embargo, se asumía descentralizado y propugnaba porque cada región del país, por pequeña que fuera, nombrara a sus propios encargados de dirigir la enseñanza.

La perspectiva pedagógica de Lunacharski era antiautoritaria, no escolástica, promotora del marxismo y de vertiente politécnica. Él mismo insistía en que, sin importar la pertenencia de clase, todos los niños debían ingresar a un tipo de instituto que les proporcionaría la misma formación y las mismas oportunidades. De hecho, en los planes propuestos luego del triunfo de la Revolución de Octubre, no existía oposición explícita a la existencia de escuelas privadas.

El cambio en los programas educativos fue radical en la medida en que se suprimió mucha de la historia del zarismo y se ponderó la idea de una dictadura del proletariado capaz de modificar el curso de la historia. El panorama parecía alentador y Lunacharski se mantuvo en su puesto por más de una década, siendo su logro más tangible el estímulo que dio a las artes. Sus planteamientos acerca de la instrucción pública hicieron eco internacional y arraigaron en el ideario de José Vasconcelos, siendo de vital importancia para su proyecto magisterial entre 1920 y 1924.

Orgullosos, los bolcheviques procuraron, por medio de la educación y el arraigo ideológico, dar forma a un hombre nuevo. La condición humana, sin embargo, no se doblegó al embate del martillo y la hoz, y dejó constancia de su misteriosa e indeclinable heterogeneidad.

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