El caso de la #LadyCoralina nos confirma que Dios o, mejor dicho, aquellos que se sienten dioses, perdonan el pecado mas no el escándalo. No sé si les pasó algo parecido, pero, cuando leí los primeros tuits y titulares sobre la lady del día, también llamada Lady Cuernos, a quien grabaron in fraganti durante su despedida de soltera en Playa del Carmen, pensé que me encontraría con escenas triple X. Y, bueno, lo que vi fue un desliz que pudo ser el de cualquiera, pero que, por motivos que imaginamos, corrió con la suerte de hacerse viral.

Desde la traición de la supuesta amiga al grabarla “con las manos en la masa” y compartir el video hasta la cancelación de la boda por parte del novio: digo, con eso tenemos el drama perfecto. No sabemos si la divulgación masiva contribuyó a la ruptura. Realmente desconocemos qué habría pasado si el incidente no hubiera trascendido de tal modo. El caso es que a la de por sí calamidad de la pareja hay que sumar los insultos, las memes y ese empeño tildar de puta a Emma Alicia (así se llama la muchacha), lo que en inglés se conoce como slut shaming y en español de España putificar.

No minimizo el impacto que un desliz de esta naturaleza pueda tener en la pareja. De hecho, una infidelidad no necesariamente está determinada por el coito ni por periodos prolongados. Igual se habla de infidelidad sexual, emocional y combinada y por eso lo que para unos es peccata minuta para otros es el fin del mundo: visitas a prostíbulos, encuentros con personas del mismo sexo, sexo oral, relaciones o meros flirteos por teléfono, mensaje de texto, cámara de video, redes sociales. . . En materia de infidelidad, cada quien tiene sus estándares y sus umbrales.

Lo triste es que cada vez menos este tipo de cosas se queden entre los implicados. No obstante, por más bajo que caiga el nivel de la discusión, nos muestra ese lado mustio de la sociedad que se proyecta, se camufla o simplemente se deschonga a través de sus reacciones y comentarios. La manera de magnificar los besos y fajes de una mujer durante su despedida de soltera no la vemos cuando el protagonista es un hombre, salvo cuando se trata de los diputados panistas en Barra de Navidad o la visita del Pirru a los spas en busca de masajes con final feliz. A los primeros se les exhibió por pertenecer a un partido que defiende la familia tradicional, al segundo se le justificó al llamarlo no por el equivalente masculino de puta (que no es puto) sino “adicto sexual”.

Este caso me ha llevado a recordar los días previos a mi boda, hace algunos ayeres. Mi entonces prometido tenía un amigo que tiro por viaje me advertía que se lo llevaría a Cuba a festejar su despedida de soltero y, aunque por dentro me sentía un poco mal, procuraba no clavarme en la textura: no sabía si ocurriría y, en caso de que ocurriera, estaría más allá de mí. El caso es que la temporada de las despedidas estaba cada vez más cerca. El viaje a Cuba no se hizo, aunque sí se armaron otras parrandas que nunca supe en qué acabaron. A mí me tocaron las despedidas de rigor: las típicas que organiza mi parentela libanesa y en las que se sirve un menú de primera, se obsequia a  las asistentes recuerditos finos y se les pide una nada modesta “cuota de recuperación”. También me organizaron una despedida “bíblica”, muy tranquila y con regalos simbólicos.

Y hubo un conato de despedida hard core que se quedó muy a medias porque yo estaba recién salida de una varicela (sí, me dio ya grandecita y cómo la sufrí) y también porque no me interesaba ir a un club stripper o que llevaran bailarines a una casa ni ponerle el condón con la boca a un pepino o sentarme sobre un globo y mantenerlo entre las piernas al desplazarme. . . Nada más no. Y ni siquiera le di la vuelta por fresa o mojigata sino porque en verdad me parecía, y me sigue pareciendo, absurdo. No es mi estilo, punto. Mi sueño guajiro de despedida era encontrarme en privado con algunos exnovios, uno por uno, pero tampoco pasó.

O casi.

Dos noches antes de mi boda no tenía el gran plan. Mi entonces novio dizque se había guardado porque la fiesta que le habían armado sus cuates la noche anterior lo había dejado casi en estado de coma. Ay, ajá. Era jueves y un amigo de la universidad me invitó de último momento a la inauguración de un antro, tipo bodegón, del que era socio. Como no tenía nada mejor que hacer, convoqué a mis dos mejores amigas y nos lanzamos al lugar. Estábamos platicando de lo más normal cuando se me acercó alguien que me pareció conocido. Era un compañero de la secundaria. Me sacó a bailar y, ya en la pista, se le acercó un amigo suyo, que resultó ser el cotizado DJ de las fiestas de aquella época: el chico guapo y odioso por el que todas derrapaban y al que siempre vi muy lejano. Mi amigo se retiró y me quedé bailando con él, que seguía tan guapo, aunque ya no tenía cara de pesado, y no era tan alto como lo recordaba. El caso es que, así de cerca, claro que me alboroté. Al final sólo nos dimos algunos besos, lástima, no tan atascados, aunque sí romanticones e intensos. Uff.

¿Qué tal si alguien me hubiera grabado?

No supe más de él, pero lo conservo como un delicioso recuerdo que le quitó peso a las amenazantes idas a Cuba, Acapulco, Las Vegas o a cualquier parranda de mi entonces futuro esposo con sus amigotes.

Volviendo a la muchacha sonorense, cuando leo lo que opinan todos esos jueces y sobre todo esas juezas (porque también las hay) implacables, me parece que en su manera de juzgar y descalificar hay un tanto de morbo y otro tanto de envidia, como si lo reprobaran y, a la vez, lo saborearan. Algunas incluso dicen que a la joven le faltó ser más cuidadosa y alardean que a ellas no las habrían cachado. . .

Confirmado: el pecado no es el de la carne sino el de la omisión.

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