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Resulta irónico y trágico al mismo tiempo que México, una nación que ha convivido con el cultivo y consumo de la marihuana desde los años de la Conquista y la Revolución, se vea hoy atrapado en la vieja metáfora de la cucaracha que ya no puede caminar, “porque le falta, porque no tiene marihuana que fumar”.
Franz Kafka no lo podría haber descrito mejor en ese despertar de un largo sueño que se remonta a los años de la conquista española, cuando fue explotada como materia prima para elaborar textiles durante la época colonial, hasta convertirse en un remedio de chamanes y curanderos que la reivindicaron como planta medicinal.
Que se transformó en materia prima para alimentar el vicio de léperos y truhanes en la década de los 40, para luego reconvertirse en la yerba predilecta de los hippies en los 60 y 70, y hoy en objeto del deseo entre estudiantes, artistas o intelectuales que siguen divididos en torno a su legalización.
En muchos sentidos, nuestro despertar como nación transformada en una cucaracha kafkiana es una forma de penitencia. El castigo por seguir renegando de nuestro pasado, de nuestra historia y cultura. La maldición por seguir siendo una de las naciones más clasistas y conservadoras.
Que permitió la demonización y criminalización de su cultivo y consumo como parte de esa fallida guerra contra las drogas impulsada por la administración del presidente, Richard Nixon.
El precio que hemos pagado por culpa de esa guerra, que ha dejado una estela de muertos y familias rotas; que enriqueció a narcotraficantes y a sus compinches políticos; que mandó a la cárcel a campesinos y traficantes de poca monta y le dio durante mucho tiempo a Estados Unidos el insufrible derecho a certificarnos, debería ser hoy el acicate para impulsar un debate en México a favor de la legalización de la marihuana, un cultivo que siempre ha estado entre nosotros, que ha formado parte de nuestra cultura y tradición.
Porque ¿quien no ha tenido una abuelo que fumó marihuana o una abuela que la utilizó como pócima macerada con alcohol para untarse y aliviar el dolor de huesos?. ¿Quien no se acuerda del padrastro marihuano de la Chorreada, la novia de Pepe El Toro, en la película de nosotros los pobres?
¿A quien no le han ofrecido un cigarro o churro de marihuana en la preparatoria o universidad?. A mi sí y no por ello caí en la perdición ni me volví narcotraficante.
La marihuana siempre ha estado entre nosotros los mexicanos. Ha formado parte de nuestra cultura y de nuestras leyendas. Ahí están los corridos de las huestes de Pancho Villa que entonaban las estrofas de la cucaracha marihuana para burlarse del poder. Ahí están los fabulosos grabados de José Guadalupe Posada consagrando a su personaje de Don Chepito Marihuano en los años del porfiriato, para exponerlo como representante de esa clase en el poder inepta y corrupta.
Si, desde entonces, cargamos esa maldita herencia, mucho peor que la de la marihuana.
El difícil parto de un debate en México a favor y en contra de la legalización de la marihuana —que necesariamente tiene que incluir a la comunidad médica y científica—, se produce, además, en momentos en que su vecino del norte ha decidido que el cultivo y consumo de este enervante ha llegado para quedarse y convertirse en un tsunami de yerba verde que ha puesto fin a una era de despropósito prohibicionista en toda la nación.
Hoy, casi 150 millones de estadounidenses viven en estados donde el consumo de la marihuana con fines medicinales ya es legal y 17 millones habitan en estados donde la yerba ya se consume con fines recreativos.
Un total de 23 estados y el Distrito de Columbia han legalizado de una u otra forma su cultivo, comercialización y consumo.
Los últimos tres presidentes de EU, Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama han reconocido que alguna vez fumaron marihuana.
Hoy en EU, el 59% de la población está a favor de legalizar la marihuana. Un sorprendente salto cualitativo desde la década de los 70, cuando el 84% rechazaba toda forma de legalización.
En cambio, hoy en México, más del 70% sigue estando en contra de su legalización.
Jeffrey Khan, un rabino que regenta un dispensario de marihuana medicinal en la ciudad de Takoma, en los suburbios de Washington DC, me dijo no hace mucho que su lucha a favor de la legalización de la marihuana había surgido de una Epifanía; de un momento de dolor y conmiseración al ver a su suegro morir lentamente de esclerosis múltiple:
“Mi suegro lo había probado todo. Y el dolor era insoportable. Hasta que conseguimos marihuana. Eso marcó la diferencia. Desde entonces, supe que tenía que hacer algo por la gente que estaba sufriendo. La marihuana con fines medicinales era algo por lo que valía la pena luchar”.
Hoy, este rabino reconvertido en apóstol de la marihuana, es uno de sus más entusiastas defensores en EU:
"Hasta ahora no hemos tenido ningún problema. Nada que ver con los malos augurios de unos, que hablaban de violencia. O de jóvenes enganchados desde temprana edad con la mariguana. Ya es hora de dejar atrás los prejuicios. Hay mucha gente que está enferma y que la necesita.
"Se nos dijo que si se despenalizaba la marihuana sería una catástrofe. De hecho, ha ocurrido lo contrario. Gracias a la despenalización, nos hemos alejado de la catástrofe que ha traído consigo una guerra inútil contra las drogas en general y la marihuana en particular en las últimas décadas".
Cuando escucho al rabino Khan no puedo evitar pensar en México y la muchas reservas que siguen frenando un debate a favor de su legalización para escapar de ese pasado de prejuicios y de violencia brutal.
Para dejar de ser esa cucaracha kafkiana que se ha despertado y sin poder caminar “porque le falta, porque no tiene marihuana que fumar”.
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