Creo que La La Land (2016) es una buena película. Algunas de sus secuencias musicales son asombrosas con sus planos secuencia y sus coreografías multitudinarias, mientras que el carisma de sus protagonistas —sobre todo el de Emma Stone— y el encanto de las composiciones de Justin Hurwitz son innegables. Pero no creo que La La Land  sea excepcional o revolucionaria. Me parece que la razón de su éxito hasta ahora es una evidente habilidad para complacer al público: su imagen de un amor flamante, dibujado por la coincidencia y amenazado por los sueños hechos realidad, es una fantasía recurrente en nuestra consciencia y en el género musical. La vemos en las películas de Jacques Demy —que parecen tener un peso importante sobre la trama y los colores de La La Landy también en las de Vincente Minnelli, que inspiraron a Martin Scorsese en New York, New York (1977), otro musical que a su vez inspira a La La Land. Pero mientras que Minnelli logró lo inédito con su uso del Technicolor, y Scorsese, y antes Demy, invadieron con la realidad a un género que más bien solía ayudar a sus espectadores a escapar de ella, en La La Land el director Damien Chazelle nos da sólo una suma de sus influencias: un homenaje.

Es cierto que Minnelli, Demy y Scorsese también citaron a sus admirados predecesores, pero sus películas fueron al mismo tiempo un intento de romper con ellos. Minnelli abusó del color como nunca se había hecho; Demy introdujo críticas sociales antes inconcebibles y Scorsese intentó llevar el musical a las malas calles de Nueva York, aunque no con mucho éxito. Chazelle nunca se arriesga de la misma manera, y esa timidez le cuesta a la película, aunque, insisto, no muy caro. De hecho, ya asumiendo que La La Land no es el futuro del musical, podemos comenzar a resaltar sus cualidades más notables, como su impresionante secuencia inicial.

Bajo el cielo californiano se tiende una autopista, no el típico cauce de un río de metal, fibra de vidrio y caucho, sino un atolladero donde los angelinos esperan moverse sin demasiada impaciencia. En los primeros momentos, la cámara se desplaza entre los coches como la de Fellini en 8 1/2 (1963), pero antes de que la pesadez existencial interrumpa la calidez de los colores, una muchacha comienza a cantar y sale al asfalto. Pronto, los demás automovilistas la siguen y Chazelle capta una fiesta donde los personajes se roban el protagonismo entre sí mientras la cámara avanza en un largo plano secuencia —aunque hay tres cortes muy bien disfrazados en la toma—. Es un logro técnico muy destacable que se repite a lo largo de otros números, aunque no todos. Chazelle busca que la cámara sea un participante de las coreografías y no un testigo alejado, frío. Esta técnica acompaña también la calidez de la trama durante la primera mitad de la película, la del enamoramiento, y parece ceder durante la siguiente. En una secuencia de fantasía hacia el final de La La Land, Chazelle incluso adopta el estilo más anticuado y los colores de Vincente Minnelli en Un americano en París (An American in Paris, 1951), pero durante el resto de la cinta, buena parte de las referencias apunta hacia Demy.

En la secuencia inicial vemos muchos de los colores intensos de Las señoritas de Rochefort (Les demoiselles de Rochefort, 1967) y en la trama el destino decide las relaciones amorosas como en Los paraguas de Cherburgo (Les parapluies de Cherbourg). La historia de Mia (Emma Stone), una aspirante a actriz que conoce después de varias coincidencias a Sebastian (Ryan Gosling), un pianista aferrado al moribundo jazz, tiene sus similitudes con New York, New York, pero aquí no hay lugar para el realismo psicológico que separa a la pareja de Scorsese. El tono de La La Land obedece más bien al optimismo de Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, 1952) y adopta su misma perspectiva ligeramente satírica hacia Hollywood y la industria musical. Chazelle, un amante del jazz y enemigo del statu quo hollywoodense, es quizá más ácido cuando observa la conversión de artistas en engranes de una maquinaria despiadada que, más que entretener, enajena a los demás. Mia, por ejemplo, es constantemente interrumpida en sus audiciones, mientras que Sebastian decide participar en una banda de funk-jazz-pop cuyos conciertos incluyen bailarines y una iluminación intensa. Estas caricaturas refuerzan la percepción del mundo de los protagonistas y del propio Chazelle, quizá sustituido en pantalla por Sebastian, el pianista melancólico que cita las biografías de Charlie Parker y Sidney Bechet.

Me atrevo a identificar a Chazelle con su protagonista porque La La Land reafirma la idea del sacrificio como la base del genio que vimos antes en Whiplash (2014). Para los protagonistas de Chazelle los sueños lo justifican todo, pero en La La Land el director busca excusar a sus personajes más aún que en su cinta anterior. El tono fantástico de la película le permite la impunidad y parece ser parte de las razones por las que el público ha acogido con tanto entusiasmo a la cinta. La La Land no lastima, o al menos no a propósito. Al contrario, la música de Hurwitz carece del tono intensamente melancólico de algunas canciones de Michel Legrand en Los paraguas de Cherburgo y más bien se acerca en sus momentos menos alegres a un romántico que Sebastian curiosamente no cita: Chet Baker. La canción City of Stars contiene los rastros románticos del trompetista pero no la tristeza que lo envolvió en la heroína. Chazelle busca una experiencia lo más cómoda posible para el espectador a pesar de ciertas adversidades en la trama. Cuando éstas llegan, el ritmo de la película lo resiente. La verdadera fuerza de La La Land está en el romance.

Chazelle busca los suspiros de su audiencia cuando los personajes salen al cine por primera vez o cuando visitan el Observatorio Griffith, que aparece en Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955). Ahí los amantes alcanzan un éxtasis no sexual —es curiosa la asexualidad de los personajes del director— sino enteramente espiritual ante el sólo placer de estar juntos. En buena medida, Chazelle triunfa cuando quiere explicarnos lo que es estar, como lo cantó Chet Baker, mirando las estrellas y oyendo guitarras —o pianos—, como una persona enamorada.

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