En Tijuana, la frontera más poblada de México, los faroles de luz naranja aún están encendidos, pero las calles están repletas: los autos se estancan en plena vía rápida y los cláxones suenan al ritmo de un trombón de banda. Miles de personas salen de sus casas salpicadas en los cerros, bajan a toda velocidad serpenteando las colinas en autos de pintura encerada.

Salen al mismo tiempo para formarse en la kilométrica fila, que cada mañana se desborda en las principales vialidades de la ciudad y termina en Estados Unidos.

En un municipio de 1.3 millones de habitantes, 4% de la fuerza laboral cruza todos los días “al otro lado”. Tijuana es una frontera con tráfico internacional.

La mañana norteña se mueve al beat de las paradas de autobuses de transmisión alterada, donados a los tijuanenses por las primarias de California. El transporte de las 552 maquiladoras instaladas en la ciudad fronteriza recoge a las casi 200 mil personas que trabajan en tres turnos. Migrantes originarios del sur de México que, a diferencia de los emigrados, nunca lograron cruzar a Estados Unidos y no tienen un carro del año.

Desde enero de 2016, estos tijuanenses no solamente sortean el tráfico: empiezan su día dando la vuelta a la cinta amarilla que colocó un perito de la fiscalía estatal. Una cabeza desfigurada; el cuerpo de una joven envuelto en una cobija; otra cabeza desfigurada; el torso de un hombre. Otra cabeza.

Como aquella noche de septiembre de 2016, cuando cayó el cuerpo de un hombre de un puente, y Justino —taxista de 50 años— estuvo a punto de impactarse, al sofocar con sus manos un grito histérico.

“Esas cosas no se veían desde hace mucho”, dice Justino. Su percepción la sustentan las estadísticas de las autoridades.

El año 2010 fue el más violento en la historia de Tijuana, con 688 muertos; 2016 aún no termina y alcanza más de 700.

Hace seis años, Joaquín El Chapo Guzmán se peleaba las rutas norteñas del tráfico de droga con el Cártel de los Arellano Félix.

Como contraataque, el gobierno del entonces presidente Felipe Calderón implementó una de las estrategias de seguridad más radicales de su gobierno, el Operativo Tijuana.

Militarizó las calles y más de 3 mil marinos y soldados le declararon la guerra a los narcotraficantes. Calderón replicó el llamado modelo Tijuana en el resto del país, dijo entonces, para erradicar la corrupción en las corporaciones policiacas y combatir al narco.

Durante 2011, 2012, 2013 y 2014 no se registrarían más de 500 homicidios por año. Las autoridades se adjudicaron el “logro” del decremento en los homicidios, aunque de fondo existieran traiciones y treguas entre capos.

La detención y extradición a EU de miembros del Cártel de los Arrellano Félix habría logrado doblegar a los capos, quienes pactaron la paz con Joaquín El Chapo Guzmán.

Pero el pacto sólo duraría cinco años. La primera semana de abril de 2015, una manta colgada de un puente anticipó la guerra. “Vamos a empezar la limpia”, era el mensaje que anunciaba la presencia fuerte de una organización criminal que hasta ese día no había tenido injerencia en el norte de México: el CJNG, que había establecido un acuerdo con el Cártel de Tijuana. Una nueva alianza.

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