José Guerrero, de 47 años, es un hombre serio, adusto, de pocas palabras. Con las mujeres habla estrictamente lo necesario, con los hombres un poco más. Es práctico, eficiente, inquieto. Trabaja el día entero; y cuando tiene un momento libre para él, continúa organizando.

Desayuna y habla por celular; lo mismo si come, o cena. Lo suyo es el trabajo. La planeación constante. Es jardinero, y le da empleo a tres hombres guatemaltecos, en los que se apoya para completar su jornada. Cuenta con un promedio de 28 jardines a los que les da mantenimiento a lo largo del año en Rosemberg, Texas, lugar en el que vive con Flor, su esposa, y Andy, su hijo de 12 años. A Flor la conoció desde pequeña en Zacapala , Puebla. Ella también se dedica a la jardinería. Ambos, aún solteros, cruzaron hacia Texas tres veces como indocumentados, él la primera vez a los 15 años, y ella a los 20.

José dejó su casa en México porque su madre tuvo una parálisis facial “y tenía que conseguir un buen dinero para curarla”. Fue el primero en migrar como ilegal; después lo seguirían sus hermanos Pedro, Magdalena, Luis y José, actualmente son residentes en Estados Unidos.

Cada uno le envía dinero a su madre. Todos son ciudadanos americanos. Semanalmente los hermanos de la familia Guerrero se reunen con el propósito de preservar las tradiciones, entre otras, la de convivir como familia, aunque para ello tengan que desplazarse, puesto que unos viven en Baytown, Texas y otros en Houston.

José y Flor se conocieron desde pequeños. Flor completó sus estudios de secundaria y José sólo la primaria.

Al llegar a tierras norteamericanas José fue empleado de Walmart y continuó siéndolo a lo largo de más de una década recibiendo el salario mínimo durante los primeros cuatro años de su trabajo.

“Limpié pisos por 17 años; y lo mismo mi esposa que trabajó primero como mesera, luego  haciendo la limpieza en cines; durante muchos años dormimos en un colchón en el suelo, en un cuarto que le rentábamos a un tío [el tío con el que José cruzó la primera vez hacia Texas]. Después de mucho trabajar pudimos ahorrar, y dar el enganche para una propiedad. Pasaron 12 años antes de que puliéramos calificar para un crédito; pero lo logramos”, dice José. La casa en la que hoy viven José, Flor y Andy en Rosemberg, Texas tiene cinco recámaras, sala, comedor, estudio y un amplio jardín. “Fuimos candidatos para obtener un crédito a 30 años para completar el pago de nuestra casa, llevamos 11 años pagando, nos faltan 19”.

El sueño americano

“Es cierto, lo del sueño americano es real, porque con lo que se gana en dólares en un día de trabajo se puede ir adquiriendo lo necesario para vivir bien, para inclusive ahorrar y darle la vida que he querido brindarle a mi familia”, asegura José

Andy, el hijo de ambos, asiste a un escuela pública de 8:00 de la mañana a 4:00 de la tarde, lo cual permite que Flor continúe trabajando en la jardinería: “al principio era yo la que me colocaba la máquina de limpiar hojas en la espalda e iba jardín por jardín limpiando, ahora ya no. Ya hay alguien que lo haga por mi, pero ha valido absolutamente la pena el esfuerzo. Flor no habla inglés, o lo habla poco, no maneja.

Su hijo Andy, se expresa perfectamente bien en inglés, y se le dificulta un poco el español. En su casa hablan este último, e intentan conservar cuanta tradición mexicana les es posible. Por ejemplo: en cada recámara hay una imagen de la Virgen de Guadalupe, los tres llevan una cadena con una medalla con su imagen que los acompaña y, al sentarse a la mesa, Flor es la encargada de persignar sus alimentos y lo mismo cuando José y Andy salen de casa. En la televisión de su casa, sólo ven programas de México. José y su hijo cuentan con servicio médico, seguro social, “como cualquier otro estadounidense”, dice. Pasaron 10 años antes de que José pudiera contratar a su primer empleado. El esfuerzo y constancia de la familia Guerrero les ha permitido viajar cada año en temporada navideña desde Rosemberg, Texas hasta Zacapala, Puebla. Recorren mil 585 kilómetros hasta llegar a sus destino final, 19 horas después. Lo hacen en una amplia camioneta.

Poly no podía faltar

EL UNIVERSAL los acompañó para iniciar su trayecto hasta México. Estuvimos cuatro días en su compañía. Nos encontramos en el aeropuerto Hobby de Houston, Texas. Subimos a su camioneta. La familia Guerrero lleva un perico en el auto. Su nombre es Poly. El perico los acompaña a todas partes. Flor es amante de las aves que le evocan su patria en México. Al llegar a su casa encontramos otras cinco: canarios, una cacatúa y en el jardín árboles que han ido creciendo a partir de las semillas que Flor plantó, semillas mexicanas. Un árbol de aguacate, un limonero, un guaje, un árbol de maracuyá. Dejamos maletas. Flor y José ofrecen agua, pan, alimentos. Son generosos en todo momento. Asignan una recámara para fotógrafo y otra para la reportera. En la mesa de la sala hay  un nacimiento, con tres figuras del Niño Dios.

“Estos niños nos los regalaron en México, y cada año les cambio la ropa. Es una de las tradiciones que preservamos, también nos juntamos todas las mexicanas que conozco aquí para hacer las posadas, ir a la iglesia”, explica Flor, de 48 años.

Salimos a comer a un restaurante de comida china, favorito de la familia Guerrero. Pagan 10 dólares por persona, es un buffet. Les parece barato, porque todos los mariscos en el menú están a su alcance. Se sirven varias veces.

“En México sería imposible para nosotros comer con esta variedad con los sueldos que allá se ganan; aquí en Estados Unidos con una sola jornada de trabajo, en la que ganamos aproximadamente  100 dólares, se puede comer y vivir mejor”, dice José mientras consume un gran plato de camarones rojos.

Después pasamos a la panadería, “ aquí consumimos pan dulce como el hecho en México, aunque claro no sabe igual”, dice Flor, la del cabello largo y negro, la platicadora, la fiestera. “Extraño mucho las fiestas que tenemos en México, la alegría, el relajo... aquí es puro trabajar y tengo pocas amigas. Aunque me gusta mucho la calidad de vida que hemos logrado tener y no lo cambio por nada. Yo no quiero regresar a vivir a México.

“Aunque extraño mi tierra, aquí hemos logrado dejar la pobreza atrás. Mi hijo por ejemplo: estudia en un escuela pública con un excelente nivel. No pagamos un solo dolar  por sus estudios y come en la escuela. El gobierno nos ayuda con el pago de sus alimentos. En México durante mi infancia y adolescencia sólo comíamos sardinas con tortillas, cosechábamos maíz, frijol, nunca alcanzaba para nada”, dice Flor.

Andy también toca trompeta en la Orquesta de la escuela Reading Junior High School. “Las distancias aquí son muy amplias; es estrictamente necesario contar con un auto. No hay servicios de trasporte como en México”, agrega José mientras maneja rumbo a la escuela para recoger a su hijo, siempre junto a Flor. Ambos lo dejan y lo recogen todos los días.

En la bodega de su casa hay regalos que sus clientes les han dado. Ropa, enseres domésticos, zapatos, aparatos, juguetes que los estadounidenses tiran a la basura y que nosotros recogemos, y cosas que nos regalan. Cosas buenas”.

Esos juguetes que les regalan a la familia Guerrero son los que ellos a su vez van dando en su trayecto por carretera hacia México en su paso por Matehuala, San Luis Potosí.

“En esta carretera hay mujeres y niños que con un sombrero hacen señales para que los coches que pasan por ahí se detengan y les dejen su Navidad. Eso es lo que hacemos todos los años, vamos regalando los juguetes que Andy no usa, vamos regalando zapatos, o los juguetes que los estadounidenses tiran a la basura o nos dan”, dice Flor mientras abre una gran bolsa de plástico llena de juguetes que ha colocado junto a su asiento mientras José detiene la camioneta. Cada mujer que recibe un juguete les regresa una bendición. ¡Que Dios bendiga su camino!, dice la señora Rosalinda, madre de Ixel de 10 años, y de Francisco Jesús de 12 . ¡Que Dios les de más!, dice otra.

Salimos a las 2:00 de la mañana desde su casa en Rosemberg, Texas. José carga gasolina. Hacemos seis horas de recorrido de Houston a Laredo. Avanzamos, hay una larga fila de más de tres horas para cruzar el puente internacional hacia Nuevo Laredo. José la evita, toma un atajo. Opta por otro puente. Lo llama el puente número dos. Son las 6:00 de mañana, aún de noche. Personal de Hacienda agiliza el tráfico en el cruce: le indican que avance hacia la salida sin detenerse, pero nota que la camioneta viene llena y le indica que pase a revisión. Él pregunta el porqué. Le dicen que va “muy cargadito”. En principio José se forma donde le indican , pero después decide evitar esta instrucción y opta por continuar el camino hacia el semáforo aduanal, que le indica verde. “Si nos hubiéramos formado, tendríamos que haber pagado mínimo mil 500 pesos de mordida. Nos hubieran hecho bajar absolutamente todo de la camioneta, hubiéramos perdido cuatro horas”. explica quien ha hecho este cruce más de 15 veces. Una vez sentados para desayunar dice: “Ahora vamos a comer bien con el dinero que nos hubieran quitado en el cruce. Esa mordida que nos hubieran quitado mejor nos la comemos ahorita”, dice José ya con sus automóviles en tierras mexicanas. Seguimos el camino. Dormimos en Querétaro. Sólo faltaba el último tramo. Flor y Jesús explican que prefieren no avisarle a la familia qué día llegarán “porque tanto la mamá de José como la mía se ponen muy nerviosas, preferimos llegar  sin decirles”, va comentando Flor mientras nos dirigimos hacia Zacapala.

Flor es la número 23 de 24 hijos. En el camino José reflexiona que cuando sea mayor le gustaría regresar a México “porque con los dólares que tenemos, podríamos vivir muy bien aquí. Flor dice que no quiere regresar, que para qué, que la calidad de vida que tiene en Estados Unidos no sería igual a la que tiene en México. ¡Mira las tierras todas secas, sin sembradíos, sin avance!  dice Flor mientras avanzamos por el camino.

Faltaban cinco horas para llegar a su casa; durante todo el trayecto han venido escuchando la estación El mexicano, de música grupera.

La llegada

Eran las 7:00 de la noche del sábado, José, Flor, y su hijo Andy llegaban después de más de 25 horas de trayecto desde Houston a Zacapala, Puebla, a casa de la señora Atala Alpidia, mamá de José. El abrazo que recibe el nieto es tan largo como la distancia que la familia Guerrero ha recorrido para llegar a pasar las fechas decembrinas con sus seres queridos. Atala, de 71 años, y su hija Blanca, de 34, que viven en la misma casa, les abren las puertas de los cuartos y les ofrecen bebida y comida en cuanto llegan. Atala dice “siempre los llevo en mi corazón y sé que en Estados Unidos les va mejor que en México, aunque los extrañe, por mi hijo José siento puro amor y agradezco que haya llegado con bien a su casa en México”. Apenas lo vio y antes que otra cosa lo primero que hizo la señora Atala fue darle la bendición a su hijo José.

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