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Decenas de cascos blancos y amarillos desfilan sobre el concreto a 13 metros de altura. Los muros de contención que protegerán el paso de los vehículos hoy son a penas unas mallas negras que indican a los trabajadores el fin del viaducto elevado.

Hombres, todos, se aferran a un arnés mientras tejen como si fuesen delicados estambres cada una de las varillas que forman parte del esqueleto de lo que serán las rampas de acceso a la Autopista Urbana Sur.

Usar los aditamentos necesarios mientras trabajan “es incómodo, es un aditamento que no están acostumbrados a traer”, reconoce Isabel, una joven de apenas 29 años que tiene a su cargo la seguridad de quienes construyen el viaducto elevado.

“Me ha tocado concientizar mucho a los trabajadores, sobre todo, a la gente que viene de fuera, de otras partes de la ciudad, a las cuales se les dificulta mucho portar el equipo. Es la parte más difícil que nos toca desde el inicio hasta el final de la obra”, comenta tímida Isabel Aranda.

Delgada, con una sonrisa nerviosa a causa de las cámaras, asegura que el ser mujer no le ha dificultado el imponerse a los cientos de trabajadores. “Creo que en esta etapa ya se ha dado mucho el que hombre y mujer son iguales. La gente ha aprendido a valorar esa parte, que la mujer trabaja a la par. Sí hay compañeros, siempre los hay, de hecho esas personas que son un poco renuentes, hay que estar más al pendiente de ellos, checarlos constantemente, capacitarlos, adiestrarlos y concientizarlos que la seguridad es para ellos”, asegura.

Isabel es una de las más jóvenes, pero ello no le ha impedido participar en grandes obras como la Torre Bancomer y el Hotel Mundo Imperial en Acapulco. Ni mucho menos ha sido pretexto para seguirse capacitando. Para llegar hasta donde está ha tenido que aprender sobre cada una de las normas oficiales en materia de construcción, así como en leyes en materia laboral.

Mientras sus compañeros trasladan varillas de un lugar a otro, recuerda que su gusto por las obras lo encontró tras salvarle la vida a una persona. Entonces dejó los archiveros y sus labores administrativas, para ponerse las botas y el chaleco.

“En una ocasión estaba un señor haciendo trabajos en la orilla y se ató, pero sobre un espejo. Aun con arnés, al momento que llegamos le dijimos que era ilógico, porque no lo iba a aguantar un espejo y al momento que se engancha, se cae. Nada más tuvo raspones en la espalda, pero no perdió la vida. Nos dijo que le había contado a su esposa y ella, en cierta manera, nos agradecía que estuviera vivo. Una parte esencial es hacerles saber que ellos vienen a trabajar, pero también tienen familia”, relata.

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