El uso de armas químicas (gas sarín) por parte del presidente Al Asad en contra de sus opositores políticos ha colocado a Siria en el vestíbulo de un huracán internacional. Esto es así debido a que no se trata solamente de la violación de normas internacionales, sino de los actores que están detrás y de los conflictos entre ellos.

El último capítulo de la serie Putin contra el mundo dio inicio con la muerte de un ex espía ruso en Gran Bretaña, presuntamente asesinado por instrucciones del Kremlin. En represalia, los países de la Unión Europea expulsaron a medio centenar de diplomáticos rusos. Estados Unidos fue más lejos e impuso sanciones económicas no a Rusia, sino a magnates y políticos rusos vinculados con grandes negocios, lo que provocó un desplome de 10% de la bolsa de valores de Moscú y la salida de capitales, generando así un enojo no disimulado en el Kremlin.

El caso Facebook-Cambridge Analytica, que vincula a dos grandes empresas con la supuesta intromisión de Rusia en el proceso electoral estadunidense (2016), ha servido para calentar aún más el ambiente. Pero además de Rusia, el escenario sirio involucra directamente a Irán y Turquía, países cada vez más distantes de Estados Unidos, mientras que el gobierno de Israel, cada día más nervioso por el avance de sus enemigos, apunta a convertirse en cualquier momento en un detonador de la escalada del conflicto.

En Estados Unidos el presidente Trump enfrenta una investigación sobre la trama rusa, encabezada por el fiscal especial Muller, ex director del FBI, cuyo reporte final podría cambiar el escenario político de Estados Unidos, sobre todo si esto sale a la luz pública antes de las elecciones de noviembre. En su estilo personal de gobernar, definitivamente más personal que institucional, Trump ha abierto un sinnúmero de frentes, internos y externos, que le han saturado la agenda. Prueba de ello fue la cancelación de su asistencia a la Cumbre de las Américas, en donde tenía previsto anunciar el resultado de la renegociación del TLCAN, componente central de la relación con México y Canadá, sus vecinos, relación que el propio Trump ha llevado a un grado de complicación sin precedente.

Frente a la más reciente atrocidad de Al Asad, el presidente Trump prometió una respuesta contundente en 48 horas. En lo que sin duda podría interpretarse como una prueba de culpa, el embajador del Kremlin en Finlandia respondió que Rusia puede interceptar cualquier misil enviado por Estados Unidos a Siria. La respuesta del presidente Trump fue patética: mis armas son mejores que las tuyas.

La gravedad de la situación estriba precisamente en quienes están detrás. Putin y Trump son dos contrincantes sumamente peligrosos por su personalidad belicista, el poder militar a su disposición y, aunque en distintos grados, la debilidad de los factores institucionales de contención al interior de sus Estados y en el exterior. Si en Estados Unidos las decisiones estarán a cargo del presidente, su asesor de Seguridad Nacional, John Bolton y su secretario de Estado, Mike Pompeo, podemos esperar lo peor. Para ellos los conflictos se resuelven con demostraciones de fuerza y no con farragosas e interminables negociaciones diplomáticas.

Durante más de seis décadas nos acostumbramos a que los dueños de los arsenales más poderosos de la tierra actuaran con racionalidad política, lo que ha evitado que los conflictos más graves lleguen a las armas. Esto por las previsibles consecuencias para todos los involucrados, el llamado daño inaceptable. Sin embargo, la mayor parte de las guerras a gran escala han iniciado en un conflicto local y van en escalada. Sabemos cuándo inician, pero nadie sabe cómo y cuándo terminan, pues la guerra genera su propia dinámica que rebasa a políticos y militares.


Consultor en temas de seguridad
y política exterior.
lherrera@ coppan.com

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