¿Un PRI también para anti priístas? Aminorado el ruido de la revelación del candidato presidencial del PRI, conviene intentar análisis más comprensivos de los procesos de los partidos, más allá del estereotipo. En una atmósfera política nacional y global ya no regida por lealtades partidistas, sino por la propensión a desertar y a dividir si no se obtiene lo que se desea, valdría la pena explorar en el hecho de ver reconstituida tras 24 años de derrotada —con el asesinato de Colosio— la potestad presidencial de decidir el candidato de su partido, como expresión, herramienta y símbolo de unidad.

Tampoco parece en las actuales circunstancias un mero ejercicio inercial de poder, sino una elaboración política compleja, la inclinación final de la balanza de Peña Nieto a favor de José Antonio Meade. Acaso hubo aquí un cálculo —entre otros— de reforzar la percepción positiva —así sea mermada— de un PRI de ganadores y gobernantes que saben hacer las cosas, con las percepciones que suscita un candidato independiente, en teoría capaz de minimizar con ello crecientes percepciones negativas de los partidos, y en particular, del antiguo partido hegemónico.

Por este filo de la navaja entre la acogida del PRI y la conservación de un margen de independencia para atraer votantes anti priístas, se ha arriesgado a caminar el (para todo efecto práctico) ya candidato priísta. Son los nuevos paisajes antes de la batalla que no terminan de descifrar muchos de nuestros comentócratas. Éstos parecen impedidos de ver otra cosa que no sea el mismo ‘destape’ y la misma ‘cargada’ de siempre. Paisajes que podrían también estarnos dando una versión actualizada, para estos tiempos, de los ancestros del PRI: el PNR y el PRM, nacidos y renacidos para incluir primero a los bandos revolucionarios rivales y más tarde a grupos, clases, ideologías y sectores antagónicos.

Afinidades y diferencias. En todo caso la candidatura de Meade reviste complejidades no aptas para simplificadores. Combina ciertamente recursos ancestrales con elementos de política moderna: pragmatismo, generación de expectativas, acuerdos y percepciones positivas extendidas sobre la solvencia moral y las capacidades del elegido, así como sobre las relaciones de confianza construidas para un buen ejercicio del gobierno. Pero con estas modalidades, hay que decir también que Meade ha surgido, como Andrés Manuel López Obrador, de procesos tradicionales de consenso. La diferencia está en que de allí Meade procede a reforzar su liderazgo con acuerdos con el partido que lo postuló, los disidentes y desencantados de otros partidos y gente sin partido, mientras AMLO, con su instinto formidable se amuralla en un fuerte liderazgo carismático al que sus seguidores le atribuyen un poder y una verdad indiscutibles, como de profeta, con evidentes resabios religiosos. Incluso ha concitado su propia cargada de políticos y empresarios trepados al último vagón de este tren que consideraron ganador. Otro paisaje memorable antes de la batalla.

De perdonavidas a perdona-capos.

Severamente refutada por los jefes de las Fuerzas Armadas e ironizada sin piedad por caricaturistas, la inopinada ‘amnistía’ ofrecida por AMLO a los capos del crimen organizado pertenece a la misma genética religiosa de su liderazgo profético. Pero podríamos estar también ante otra muestra de su gran instinto. El perdón de pecados y pecadores anida en las creencias arraigadas de muchos mexicanos, de acuerdo a la actualización de los estudios del Liberal salvaje que pronto dará a conocer Lexia, de Guido Lara y Claudio Flores. De allí el rechazo instintivo a leyes e instituciones que pretenden castigar crímenes y desacatos. Esperemos al martes de la Guadalupana escogido por AMLO para formalizar su nueva candidatura por su partido Morena, en fervorosa conexión con la Morena del Tepeyac: primera vez que en la época moderna se politiza este símbolo espiritual mexicano. Mal por la política. Mal por la Guadalupana.

Director general del Fondo de Cultura Económica

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