En un libro memorable, André Glucksmann (El discurso de la guerra) examina, siguiendo a Clausewitz, cómo se va escalando el discurso conforme se avanza desde el conflicto político hacia desenlaces bélicos cuando no se abona debidamente el terreno de la política. El “primer axioma” es “el ascenso a los extremos”. En política, el primer salto es convertir al adversario en enemigo. Típicamente, en una política democrática normal, los contrarios son adversarios que comparten un trasfondo común, como las ideas de patria, de nación, de pueblo o, inclusive, de religión. En este último caso, las guerras de religión europeas son paradigmáticas. En ellas, las congregaciones católica y protestante fueron enemigas mortales que sembraron de muerte al continente, pero pasaron a ser adversarios teológicos una vez que la tolerancia impuso sus fueros. Fue una transformación ideológica que puso término a la guerra, dio paz a Europa e impuso en las relaciones internacionales el respeto a la autodeterminación religiosa. Así, se inició el camino inverso: de la guerra a la política, de los extremos opuestos a la mutua conveniencia; a un trasfondo de interés común.

En la política contemporánea se observa un creciente ascenso a los extremos. En América Latina ha ocurrido en Venezuela, Brasil, Argentina y Costa Rica, entre otros. En Estados Unidos y algunos países europeos también: el discurso de Trump y sus seguidores y el de Le Pen y los suyos es extremo y rupturista, no aceptan más que aquello que está contenido en sus creencias. Las diferencias de pensamiento, preferencia y opinión son anatema, marginadas y , excluidas y, si se requiere, reprimidas mediante la coerción simbólica o el uso de la fuerza.

En la cultura política iberoamericana esta tolerancia no ha sido cabalmente aprendida. Los reflejos autoritarios se asoman muy pronto en toda controversia. La vocación democrática de la política sucumbe fácilmente a la voluntad hegemónica o monopólica. Los argumentos no se someten a prueba, se emiten como dictados de oráculos totémicos. Las formas de propaganda de las campañas políticas no trabajan para el ciudadano ni fomentan la información del electorado ni la cultura cívica. Lo que recibe el público es una tormenta continua de clichés mechados de sendas dosis de estiércol que va de lado a lado de la cancha política.

En todos lados se cuecen habas, pero en México nos llevamos el campeonato. En las campañas (pre, inter o post, para el caso da lo mismo), se practica el ascenso a los extremos. Los adversarios son elevados a la categoría de enemigos en ejercicios parabélicos continuos. La polarización es un objetivo de los interesados en destruir un adversario, y no lo consigue quien tenga razón, sino el que acopie las mejores armas de destrucción para acabar con el contrario exhibiéndolo como enemigo público. Ni siguiera hay debates entre candidatos y partidos políticos. Ni de broma hay debates, como en Francia o Alemania o Chile. Las plataformas de gobierno y las propuestas de política pública son lo menos difundido y conocido entre electores. En el foro central predominan las fantasías, las promesas falsas, las descalificaciones y hasta el ridículo y la abyección.

El trasfondo compartido es lo que menos importa. No hay un México. En la contienda política no hay nada que se comparta entre las posturas. Son cada una ajena a las otras. Sin embargo, todos sabemos que estamos enterrados en los mismos lodos, encerrados en el corral de la misma realidad. El ejercicio democrático no ha sido propicio para construir un lugar común y compartido, sino para dar al apetito de poder el cuadrilátero en el que no hay adversarios, solamente enemigos.

Director de Flacso en México
@ pacovaldesu

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