En los Estados Unidos de América (EUA), el tema de la seguridad nacional ha sido, desde la revolución de independencia, una marca de la casa. La inquietante Segunda Enmienda Constitucional, que convierte en derecho la posesión de armas, se remonta al riesgo de una reconquista inglesa del territorio durante 1812. Es un tema sobre el que se ha incurrido en notables excesos, como cuando el entonces presidente Lyndon B. Johnson se permitió afirmar que si las fuerzas armadas de su país no apoyaban al gobierno títere de Vietnam del Sur, el siguiente enfrentamiento con los comunistas sería en San Francisco, California.

El proteccionismo arancelario también ha acompañado a la historia estadounidense, desde el célebre Informe sobre la Manufactura , de Alexander Hamilton, en la primavera de la vida independiente del país, y llega hasta nuestros días, pasando (en 1930) por el establecimiento del que fuera el más alto arancel en la historia de esa economía. El proteccionismo, como primer paso de la política industrial, inspiró a Federico List en el nacimiento de la primera Unión Aduanera Germánica, que antecedió por décadas a la fundación de la nación alemana; también se adelanta –y contradice- a la trascendente teoría ricardiana de las ventajas comparativas , en la que las naciones deberán especializarse en producir y exportar aquello en lo que sean más eficientes, con arreglo a la dotación de factores disponible; para esa teoría, los EUA debieran ser, en lo fundamental, un país agropecuario.

La extraña combinación de seguridad nacional y proteccionismo solo puede hacerse visible en el momento en que el péndulo de la política exterior estadounidense se ubica en el aislacionismo; alcanzar una grandeza extraviada con cargo al resto del mundo; para todo efecto, responsable abusivo del enorme déficit comercial sufrido, es la consigna. América Primero , es el mensaje con el que se amenaza a las instituciones de la globalización y a la viabilidad de todo el planeta, en momentos en los que el cambio climático se hace notar con mucho más que advertencias.

En las teorías del desarrollo, basado en políticas industriales, se afirma que el libre comercio, la apertura indiscriminada a los intercambios con el resto de las economías, no es lo más recomendable para las que no son desarrolladas. La historia muestra que todas las naciones que se han desarrollado, con el Reino Unido a la cabeza, en algún momento y con duración visible, practicaron el proteccionismo, al que suelen regresar en momentos críticos.

El argumento válido para poner en ejercicio restricciones arancelarias (o de otro tipo), es la protección de industrias infantes, prometedoras pero –al inicio- incapaces de competir con proveedores externos. La planta industrial de los EUA parece y es bastante madurita para buscar cobijo en ese argumento. El problema de fondo, para todos, es tratar con un gobierno que no parece requerir ni buscar argumentos, para imponer significativas restricciones al comercio, hasta con sus llamados socios comerciales (al acero y al aluminio importados desde México, se les aplican aranceles, a pesar del eufemismo del reciente entendimiento bilateral ).

H. Kissinger evoca el momento cuando N. Chamberlain declaró, tras el Acuerdo de Munich:“ No sé qué quiere Hitler ” y plantea: “ Como si las relaciones internacionales fueran un problema psicológico ”. Con Mister Trump en escena, ¿estamos seguros que no lo son?

Profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana (UAM, México).

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