A pesar de los esfuerzos legales y de los compromisos adquiridos ante instancias internacionales, la tortura en México sigue siendo una práctica documentada por organismos nacionales y extranjeros de protección a los derechos humanos, en la cual la mujer sufre la peor parte.

Hace décadas, a finales de los 70 y principios de los 80, México y el mundo vivieron una etapa negra en la que la tortura era una práctica recurrente. En 1984, a iniciativa de la Organización de Naciones Unidas, 156 países firmaron la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. México se adhirió en 1985. En 1991 el país tuvo su primera ley federal para prevenir y castigar la tortura. En 2017 entró en vigor una nueva ley en la materia. Actualmente la práctica de la tortura está tipificada como delito en las 32 entidades.

En el periodo 2006-2016, de 9 mil 870 mujeres que se encuentran privadas de la libertad, 15% indicó haber sido violada en la detención, traslado al Ministerio Público o durante su estancia allí. Por cada hombre que denunció haber sido víctima de una agresión sexual, hay tres mujeres que reportan el mismo tipo de ataque. De acuerdo con las víctimas, los elementos que torturan con mayor frecuencia durante la detención son los que pertenecen a la Marina, Ejército y la Policía Federal. Entre las agresiones más frecuentes están las amenazas de levantar cargos falsos, impedir respirar, golpes, quemaduras, descargas eléctricas, amenazas a familiares, hasta violación sexual.

Defensores de derechos humanos lamentan que a pesar de la capacitación a fuerzas castrenses y federales para proceder con respeto a la ley en sus tareas de seguridad pública, es poco el avance.

Para expertos, los casos tienen dos causas bien definidas. Primero, obedecen a una “lógica perversa” de obtener resultados contra la delincuencia a cualquier costo –tortura o fabricación de delitos– y en segundo lugar por la sencilla razón de que no hay consecuencias ni castigo para quien comete abusos.

La “lógica perversa” tiene que eliminarse con la adopción de protocolos ineludibles en el momento de cualquier aprehensión. El detenido debe tener claro que tiene derechos y los elementos de corporaciones de seguridad la obligación de hacerlos cumplir. Ninguna confesión obtenida por la fuerza es válida.

Lograr consecuencias o castigos para el torturador es un desafío más complicado, pues mientras no se creen condiciones para la denuncia de víctimas, estas no tendrán la determinación de hacerlo.

El panorama no luce halagador. La erradicación de la tortura difícilmente podrá alcanzarse en el corto plazo, pero sociedad, gobierno e instancias judiciales tienen que caminar juntos en esa dirección.

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