La primera vez que se me prendió el foco en este sentido fue cuando el cuadro Hombre trabajando en el campo, con el amarillo Van Gogh, se vendió en 81.3 millones de dólares en una subasta de Christie´s. Pensé lo que muchos: qué irónico que alcance ese precio el artista que nunca vendió un cuadro, a pesar de que su hermano Theo era marchand d’art. La segunda vez, fue cuando se subastó una obra de Diego Rivera en otra millonada y la adquirió, si no recuerdo mal, doña Lola Olmedo. (En el catálogo de Me pinto sola se asegura que Frida Kahlo es la pintora —se entiende que mujer— más cara del mundo). Los jugadores de cartas en donde se aprecia cómo se abría paso el geometrismo en Cézanne, me causa gusto al ver que ahí, ya que pasa por ser el cuadro más caro del mundo, se unen el precio y el valor.

Un teléfono negro igual en cada hogar estadounidense consagraba la producción en serie. Al contrario, la globalización apuesta a lo diferente, teléfonos para buzos en aguas profundas, para sordos, sistemas a la medida para intercomunicación empresarial y etcétera. La primera se basaba en la cadena de montaje; la segunda, en equipos ad hoc que se dispersan al terminar el producto.

Aunque parezca increíble, la artesanía, al margen de su belleza, (pienso en las jícaras de Michoacán) por su carácter repetitivo cabe en el primer casillero y el arte, por el predominio creativo, por su singularidad, en el mercado globalizado. En medio de una crisis económica que no acaba, los capitales se han refugiado en la especulación. Y grandes corporaciones han preferido comprar, en vez de acciones en las bolsas de valores, obras de arte que, como los vinos añejos, van incrementando su valor con los años.

Por la ley de la oferta y la demanda, si el producto escasea, su precio aumenta. Picasso, artista al fin, se niega a reducir su incesante pintar, a riesgo de disminuir sus ingresos. Los materiales no influyen en el precio del objeto. Un Gustav Klimt vale por sí mismo y no porque incluya oro en sus líneas deslumbrantes. Vale porque es un Klimt. La firma, dicho sea de paso, añade valor. Los coleccionistas se desviven porque se los autentifiquen. Las galerías, y no digamos las subastadoras, les van sumando dólares. La publicidad se entromete y los artistas se dejan querer por la prensa, la revista especializada, la radio o la TV y se cuela la inflación. Los críticos, los van separando del montón y los museos los consagran. Los más ricos eligen con frecuencia, en vez del yate, el prestigio de un cuadro. Las corporaciones, ya no necesariamente los coleccionistas, son los compradores. La obra de arte se convierte en capital especulativo, entra, así, al segundo milenio.

La literatura no se queda fuera del juego y crea su particular tipo de intermediarios: los agentes literarios. Carmen Bacells y Andrew Wylie, apodado “El Chacal”, quienes estuvieron a punto de asociarse cuando ella murió en 2015, son los más célebres. Tenían estilos diferentes, al parecer ella apostaba a varios formatos: libro de bolsillo, con ilustraciones, edición conmemorativa, en forma de comic, de guión. Él, a pesar del sobrenombre, confiaba en la literatura que, en su opinión, se convertiría en clásica. A ninguno le fallaba el gusto (ni el negocio). La española comerciaba los derechos de autor de seis premios Nobel, antes de que lo fueran. García Márquez, Pablo Neruda y Carlos Fuentes se contaban entre sus cartas fuertes. El neoyorquino tenía en su haber a Nabokov, Milan Kundera, Al Gore y Philip Roth. Objeto sui géneris, el arte es una más “en el inmenso arsenal de mercancías”.


Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, e integrante del CACEPS. caceps@ gmail.com

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