Al inicio de Burning, el sexto largometraje del realizador surcoreano Lee Chang-dong, la alegre Hae-Mi (Jun Jong-seo) le explica a su recién reencontrado vecino de la infancia, Jong-su (Yoo Ah-in), la técnica correcta para simular que come una naranja mediante pantomima: “no tienes que imaginar que la naranja está ahí, más bien tienes que olvidar que la naranja no está ahí”.

Esa frase define por completo el devenir de esta película. Burning es un juego inmersivo de ambigüedades, incertidumbre y ausencias donde, llegado el momento, dudamos de todo, incluso de lo que Lee Chang-dong proyecta en pantalla. Un mecanismo de espejos donde lo que es no se ve y lo que se ve puede no serlo.

Hae-Mi y Jong-su eran vecinos en la infancia y ahora se reencuentran fortuitamente en su adolescencia. Él dice ser escritor, aunque nunca puede responder qué tipo textos redacta, y ella es una demo edecán que vive sola en un microdepartamento con vista a la ciudad. Hae-Mi le pide a Jong-su que le cuide a su gato, Boil (el nombre no es fortuito), mientras ella regresa de un viaje por África.

A su regreso, Jong-su va por ella al aeropuerto, pero no viene sola, ha conocido a un chico, apuesto y sofisticado, llamado Ben (Steven Yeun), quien maneja un Porsche, vive en una zona residencial y su departamento es ordenado y limpio, nada que ver con la casa donde vive Jong-Su (una granja propiedad de su padre), ni con la camioneta horrible que maneja, ni con la soledad en la que vive: mientras Ben bromea con su madre en el celular, Jong-su fue abandonado por la suya cuando era un niño.

Esta masculinidad confrontada es uno de las notas mejor logradas de la película. De nuevo, la ausencia es más poderosa que la presencia: Jong-su no confronta a Ben, pero es evidente la molestia que causa la intrusión de este individuo casi perfecto, que parece tenerlo todo y que no obstante le arrebata a la chica (¿su chica?) quien, para que duela más la herida, continúa invitándolo para salir los tres.

Hay un alud de emociones que se expresan sin palabras, apenas con una mirada, con el paso rengo y torpe de Jong-su, con esa mueca en la que todo cabe: ¿odio?, ¿coraje?, ¿frustración?, ¿conformismo?

Parece fácil, parece fortuito, pero conforme avanza la trama es evidente que nada (o muy poco) se deja al azar. Lee Chang-dong crea atmósferas con una facilidad apabullante usando elementos mínimos, y poco a poco este relato de piezas faltantes, de cosas que no se dicen, de atardeceres, silencios y ambigüedades, nos tienen, para nuestra sorpresa, al borde del asiento.

Con ecos distantes de L’Avventura (1960, Michelangelo Antonioni) -otra cinta de ausencias repentinas- este thriller se abre frente a nosotros para invadirnos lenta pero definitivamente. La película acaba y hemos caído en la trampa de Chang-dong: especulamos, teorizamos, seguimos pensando en esa naranja que ya para estas alturas sabemos que no existe pero sigue siendo deliciosa.

Twitter: @elsalonrojo

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