¿Debe educarnos el cine? Los regímenes totalitarios del siglo XX lo creyeron, y aunque nos dieron artistas inimitables como Serguéi Eisenstein, Dziga Vertov, Leni Riefenstahl, Akira Kurosawa y Roberto Rossellini, nos los cobraron con los cuerpos despedazados de sus fanáticos y sus víctimas. Apoyados por sus respectivos regímenes criminales, algunos de estos directores agregaron signos y palabras inéditas al vocabulario fílmico, pero no hay cómo desligar sus películas de las utopías sanguinarias del fascismo y el socialismo soviético.

Aunque comparte el sentido didáctico de estas obras, 120 latidos por minuto (120 battements par minute, 2017) se les opone, para bien y para mal, en lo moral y en lo estético. El tercer largometraje del franco-marroquí Robin Campillo podría verse favorablemente como una clase de historia que, mediante la conmoción y la empatía del lenguaje cinematográfico, se propone recordar a un grupo que rescató a su comunidad de la opresión y la negligencia. Pero por el otro lado podríamos verle como un filme torpe que en su afán de educarnos olvida que no es producto didáctico sino aspirante a obra de arte.

Situada en París a principios de los 90, cuando la pandemia del VIH/sida diezmaba a la comunidad gay francesa, 120 latidos… nos declara su intención en la segunda escena. En la primera vemos a un grupo de personas esperar el momento indicado para lanzar un ataque. ¿Guerrilleros? Activistas. Escondidos observan a un orador hablando sobre el éxito del gobierno en su campaña contra el sida. Cuando una de ellos da la orden de moverse, la imagen se va y entra la segunda escena, que regresará de vez en cuando a la primera. Ahora vemos a un miembro de ACT UP Paris explicando los motivos y las formas del grupo a los nuevos reclutas: en vez de aplaudir truenan los dedos, no son violentos y deben admitir su enfermedad ante los medios. Campillo nos muestra a este hombre frente a la cámara como si estuviera hablando no con su audiencia sino con la de la película. A lo largo del metraje los personajes conversan sobre temas sociales, políticos e incluso médicos pero lo hacen para instruir a alguien más: a nosotros. Te hablo, Juan, para que me oigas, Pedro. De ninguna forma es la primera vez que esto pasa en el cine y tampoco es, a mi juicio, la más irritante. Interestelar (Interstellar, 2014), de Christopher Nolan, fue ya una —a medias— involuntaria clase de ciencia que intentó explicarnos la naturaleza del tiempo y una ridícula teoría del amor.

Campillo no es tan obvio como Nolan pero tampoco se distingue mucho. De haber imitado el didacticismo brechtiano de Godard, Rocha y Fassbinder, Campillo quizás habría logrado una artificialidad más irónicamente sincera. Al desechar la aspiración al realismo, los personajes de estos maestros admitían ser marionetas recitando las ideas de sus creadores. Si el fin de Campillo era educarnos, ¿por qué no sólo decirlo? En busca de una atmósfera documental, el estilo visual choca con el tono didáctico. Las reuniones de ACT UP y sus acciones de protesta están representadas en tiempo real, con cámara en mano; las actuaciones tienden a mostrar gente común, pero de repente el melodrama se filtra en las escenas y los personajes monologan. Entra la música, y con el sol hundiéndose en el horizonte, uno de los protagonistas explica qué distinto era vivir sano. Afortunadamente, al final de este soliloquio los personajes se ríen del romanticismo espontáneo pero otras escenas más adelante no acabarán igual. Dividido entre lo realista y lo didáctico el filme pierde mucho valor, pero para colmo Campillo también parece indeciso en cuanto a su narrativa: ¿Se trata de un grupo de activistas o de una pareja condenada?

Al principio de 120 latidos… pareciera que protagonizará la película el colectivo de ACT UP y no alguno de sus individuos, pero de repente Nathan (Arnaud Valois) y Sean (Nahuel Pérez Biscayart) se van a la cama juntos. No sobra decir que ésta y otras escenas ocultan cuidadosamente sus sexos para no incomodar a la audiencia conservadora. A partir de esto el amor inicia y la atención se fija en ellos. El grupo intermitentemente regresa al protagonismo pero sólo en menor medida que la pareja. En esta nueva trama Sean, que es cero positivo, empeora, y Nathan comienza a dedicar su tiempo a atenderlo. Nunca he admirado la filmografía de Xavier Dolan pero al menos en Laurence Anyways (2012) el director quebequense representó con sensibilidad las dificultades de convivir en una pareja donde uno de sus miembros se sacrifica por el bienestar del otro. Al contrario de esto, Campillo nos muestra su mundo con una pulcritud sospechosa: ACT UP comete sólo errores ligeros y Nathan nunca se cansa de Sean. Hay discusiones en la organización pero siempre culminan en lo más conveniente para la causa. Es decir, todos los personajes, excepto por un claro villano de una farmacéutica, son, no humanos falibles: héroes. Por supuesto que ACT UP y sus fines son admirables, pero en manos de Campillo su historia resulta ya no sólo torpemente didáctica o narrativamente indecisa sino increíblemente inmaculada. En pocas palabras: Hollywood.

No me sorprende el éxito de 120 latidos… entre la crítica, los festivales y el público. La tarea que se propone es noble y socialmente necesaria conforme parece regresar el oscurantismo de la ultraderecha en Europa y Estados Unidos. A diferencia de los cineastas que mencioné al principio, la visión de Campillo es moralmente inatacable pero su forma de expresarla, también a diferencia de aquellos maestros, es menor. Eisenstein, Vertov y Riefenstahl pueden haber apoyado, convencidos, a dictaduras genocidas. Kurosawa y Rosselini lo hicieron más a regañadientes pero todos nos dieron grandes películas. En su defensa, podemos decir que la obra de Campillo no daña la historia del cine salvo que nos convenzamos de que es verdaderamente magistral. A la sociedad que la ve, su película podría hacerle mucho bien.

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