Durante muchos años viví convencida de que era algo muy mío, lucha de poderes en mi mente que me hacían diferente, especial; mezcla de vergüenza y aprehensión, algo muy difícil de controlar.  Pero no.  Esta situación que según yo me hacía única es mucho más común de lo que jamás imagine. Como canta Robert Palmer, “It’s crazy but I’m frightened by the sound of the telephone, oh yeah...” Oh yeah.  Catalogada como un trastorno de ansiedad “(que) puede generar síntomas físicos y emocionales como sudoración, náuseas, temblores, taquicardia y pánico ()”, la Telenofobia existe y podría definirse como un miedo o ansiedad intensos relacionados con hacer o recibir llamadas telefónicas. Oigo, pero no veo. No leo las expresiones, el lenguaje corporal. No sé bien cómo reaccionar.  Angustia real. Es horrible. Uno pensaría que con el paso del tiempo y el desarrollo de la tecnología la cosa mejoraría pero tampoco, es más, según la psicóloga Beatriz Gil Bóveda, “Una comunicación en tiempo real, impredecible y sin la posibilidad de edición es lo que provoca el nerviosismo en muchas personas... El núcleo de este miedo a menudo radica en la autoimagen y la autoestima. Las personas que sufren de telenofobia a menudo temen el rechazo, el juicio, o simplemente no están seguros de cómo manejar una conversación en tiempo real sin los recursos que ofrecen los medios escritos, como el tiempo para reflexionar o la opción de editar antes de enviar” ()

¿Quién será?  ¿Qué querrá?  ¿Por qué no mejor escribe? Son algunas de las preguntas que me pasan por la cabeza cada vez que suena el teléfono. Me entra el pánico. Siento cómo el corazón trata de salir de mi pecho, no sé qué botón apretar, me paralizo durante un par de segundos y para cuando entro en razón, la llamada se perdió. Y es que el teléfono es un arma de dos filos que comunica y esclaviza. Recuerdo tiempos divertidos marcando números al azar, jugando al mudo o preguntando si el refrigerador estaba caminando ("pues alcáncelo, que se va"); en la adolescencia pasaba horas con mis amigas comentando el día. Era eso o nada.  Calculo que mi relación con esta invención de Alexander Graham Bell cambió drásticamente con la llegada del noviecito y sus llamadas -o falta de éstas-, tardes enteras custodiando el aparato para que nadie más lo utilizara. La aparición de la máquina contestadora fue para mí una bendición: No solo contestaba el teléfono asegurando recibo del mensaje, sino que además me ponía en una posición ventajosa frente a la voz del otro lado del teléfono. La creación del celular trajo consigo sus propios problemas incluyendo la Nomofobia, que es el miedo irracional a no tener “móvil”. A ese respecto, es complicado. En unas cuantas décadas el humilde celular se ha convertido en una minicomputadora portátil que hace de todo menos teletransportación tipo Viaje a las Estrellas. Otra historia. Aun así, sufrir ambas aflicciones a la vez es completamente normal, aunque no es mi caso.

Hoy por hoy no me acongojo demasiado. El identificador de llamadas que me cambió la vida mas no tanto como el WhatsApp. Qué maravilla. No más números equivocados o llamadas no deseadas, el poder de bloquear, la evidencia en pantalla para siempre, emojis que dan tono al mensaje compensando así la carencia de voz. Y a pesar de que un texto es riesgoso, que mal comunica sentimientos y se presta a la malinterpretación, mejor el “ping” que el “ring”. Siempre.

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