Ya es oficial: estamos en 2024.  Ya puedo dejar salir el suspiro que precede algo inminente, inevitable y desconocido, permitirme divagar por un rato y preguntar: ¿Se puede separar la obra del autor?  No es un cuestionamiento nuevo, se puso de moda por allí del 2015 a partir de la reinterpretación de obras de arte, literatura, cine y similares cuyo “mensaje” promueve la pederastia, el sexismo y visiones xenófobas o antisemitas.  Picasso, Roman Polanski y Woody Allen me vienen a la cabeza no por mis propios prejuicios o falta de ellos, sino por el ruido que estos artistas han causado en su momento sobre todo en redes sociales, sitio predilecto del público para opinar, cuestionar, manifestar, atacar, adorar, imaginar, donde creadores y público interactúan con libertad y bajo inmensa presión.  Mentadas de madre, alabos, indignación, a favor, en contra, los indecisos, hay de todo.  Es también por estos años en que surge la cultura de la cancelación con el objeto de boicotear a quien se atreva a compartir una opinión cuestionable o impopular; un acuerdo no escrito entre usuarios de redes para no hablar más del asunto o persona, con la esperanza de que el mal desaparezca. Gisele Sapiro, una socióloga francesa, se hizo la misma pregunta y escribió un libro interesantísimo al respecto en donde propone que “Las nociones de autor y de obra son construcciones sociales a las que se asocian creencias que varían según la historia y entre las culturas... Cuando las obras se desligan de su contexto de producción... se puede detectar en ellas un mundo racista, antisemita o sexista que resultaba tolerable en la coyuntura que las vio nacer” ()

Lo anterior viene al caso a propósito de la publicación de la infame lista de Geoffrey Epstein, el millonario norteamericano quien aparentemente se suicidó en la cárcel cuando todo este lío salió a la luz.  La obra a la que me refiero no tiene que ver con las Bellas Artes sino con el capitalismo, la tecnología, los “genios” detrás de lo mueve el mundo y sus compinches.  Que Donald Trump aparezca en los documentos era de esperarse; es más, de seguro habrá pronto otra lista posiblemente falsa (como varias de las que ahora circulan en redes) con el número exacto de visitas y demás. El príncipe Andrés de Inglaterra siempre ha dado de que hablar, mal. Tampoco sorprende. David Copperfield, el mago, qué se le hace. Bill Clinton, para variar; el problema es de Hilary. El “Lolita Express” yendo y viniendo con invitados VIP. ¿Y las fotos, Apá?  Stephen Hawkins y Bill Gates en la paradisíaca isla caribeña de tan dudosa reputación. Artistas de las ciencias, hasta hace no mucho modelos a seguir entre la escasa variedad de nuestros días. A mí la vida sexual de estos dos hombres no me importa en lo absoluto (no obstante, y muy a mi pesar, mi imaginación se pone de fiesta, pero aquí la dejamos), el hecho irrefutable es que lo que llegó a suceder en esa isla estuvo mal. No hay excusas, medias tintas. El contexto reciente, en pleno occidente. Simplemente no.

Veo diferente el cubismo de Picasso, por ejemplo. Sigo siendo gran fan de algunas películas de Woody Allen, digan lo que digan. El caso de Bill Gates me enoja sobremanera. La hipocresía. Por lo pronto ya el divorcio le costó muy caro, ahora vendrá más daño a su reputación –o tal vez no, en esta época tan polarizada ya no se puede saber. Y habrá otros, otras. No todos serán culpables. Todos serán juzgados.

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