Este año político inédito en Estados Unidos ha tenido dos grandes protagonistas: Donald Trump y Bernie Sanders. Aunque Trump se ha llevado los reflectores, el crecimiento no menos inesperado de Sanders, el septuagenario senador de Vermont que predica el “socialismo democrático”, ha sacudido —con consecuencias todavía impredecibles— lo que hasta hace algunos meses parecía ser la coronación de Hillary Clinton como candidata del Partido Demócrata. Parecido a la furia de los seguidores de Trump, el movimiento de Bernie Sanders es un producto perfecto de los tiempos que se viven en Estados Unidos, hijo del cambio demográfico irreversible, el desencanto generacional, las secuelas de la gran crisis del 2008 y la percepción de que, más que nunca, Estados Unidos es un país secuestrado por distintos círculos oligárquicos.

La semana pasada tuve la oportunidad de platicar cara a cara con Bernie Sanders. A pesar de que sus probabilidades aritméticas de ganar la candidatura son prácticamente nulas, Sanders ha decidido permanecer en la contienda hasta el final. La conclusión llegará en California, que celebrará elecciones primarias el próximo martes 7 de junio. Sanders calcula que, si logra mover a suficientes votantes jóvenes, quizá pueda arrebatarle la nominación a Hillary Clinton. Hoy por hoy, se ve difícil. Aunque las cifras de registro de nuevos votantes son notables, las encuestas indican que Clinton tiene todavía una ventaja suficiente como para que incluso una victoria inesperada de Sanders le sea insuficiente en el conteo final de los delegados estatales. Es, en el fondo, una batalla quijotesca, congruente para un hombre que uno de sus colaboradores me describió como “mucho más un activista que un político”. ¿Para qué pensar en la aritmética —y en las consecuencias prácticas de alargar una contienda ya definida— cuando hay una “revolución” que encabezar?

Pero incluso los románticos necesitan tomarse en serio el alcance del puesto al que aspiran. Por eso, para la entrevista de la semana pasada, preparé una serie de preguntas no sólo sobre los asuntos que acostumbra Sanders sino otros, pertinentes para cualquiera que busca la presidencia de Estados Unidos y, sobre todo, políticamente relevantes en California, donde el voto hispano es crucial. Como siempre ocurre, el equipo de prensa del candidato nos dio apenas siete minutos para la charla, así que, entre otras, redacté preguntas sobre tres temas: el trato a los migrantes centroamericanos en México, el impacto en Centroamérica de la deportación de pandilleros criados en las prisiones estadounidenses y, de manera crucial, el reciente fracaso de distintos gobiernos de izquierda en América Latina, empezando por el colapso aberrante del chavismo venezolano. Esto último me resultaba particularmente interesante dada la apasionada defensa ideológica del socialismo que acostumbra Sanders (en Miami lo escuché respaldar logros del régimen de Fidel Castro, por ejemplo). Pensé que Sanders hasta disfrutaría la provocación. Me equivoqué.

Lo primero que me sorprendió fue su impaciencia ante preguntas, para las que, como él mismo admitió, no estaba preparado. En distintos momentos de la entrevista me ofreció disculpas por no poder responder sobre temas de los que, me dijo, “debería saber más”. Pero la candidez no es excusa para la ignorancia, al menos no en un candidato presidencial. Su reacción cuando le pregunté sobre el maltrato a los migrantes centroamericanos en México me sorprendió más que ninguna otra, sobre todo porque su campaña había organizado, para esa misma tarde, una plática de Alejandro Solalinde sobre ese mismo tema y con ese mismo enfoque. Así se lo dije en mi introducción a la pregunta, pero Sanders ni siquiera parpadeó: o desconocía el evento aquel con Solalinde, o no sabía nada del abuso a los migrantes o, quizá, simplemente le importaba un bledo el tema. En cualquier caso, su respuesta me dejó atónito. Lo mismo pasó cuando le pregunté sobre Venezuela. “Esto seguro sí le interesa”, le dije. “Son buenas preguntas pero mi enfoque es ser presidente de Estados Unidos”, me respondió como si Estados Unidos fuera una isla. La bandera aislacionista como licencia para la ignorancia: mala cosa.

El final de la entrevista fue tenso. Le pregunté sobre la crisis en Puerto Rico. Exasperado, me respondió que la diferencia estaba en que, en contraste con los otros países de los que había preguntado, Puerto Rico está “lleno de ciudadanos estadounidenses”. Después, en otra pregunta, Sanders comenzó a mirar con insistencia a su director de prensa. Quizá tenía prisa… la inspiración del populista, ese que pretende encabezar una “revolución”, no tiene tiempo para la incomodidad y, mucho menos, para pensar el mundo. Sobre advertencia no hay engaño.

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