Apenas antier, a instancias de organismos globales, el mundo conmemoró por cuarta ocasión el Día Mundial de las Víctimas de Violencia basada en la Religión o las Creencias, instaurado en 2019.

Los estados con representación en la Organización de las Naciones Unidas consideraron que en el contexto mundial se ha registrado un preocupante aumento de las agresiones —mortales o no— contra ministros de culto o representantes religiosos.
Y la coincidencia con el inicio de esta administración gubernamental no tiene ninguna relación porque allá en 2019, cuando no se cumplía todavía el primer año de gestión, el tema de las agresiones a religiosos o sacerdotes no había alcanzado la notoriedad que hoy tiene en el ámbito nacional.

Son dos factores los que la han puesto en el pináculo de la atención nacional.  

En primer lugar, la escandalosa cifra de homicidios dolosos que se han consumado en México, cuando la administración en curso no ha llegado a los cuatro años y ya tiene registro de 131,788 muertes dolosas. El domingo pasado hubo 79 defunciones y antes de ayer 86, según cifras oficiales. Proyecciones de la agencia estadística TResearch, basadas en la incidencia actual, arrojan un cálculo de más de 213,000 muertes para cuando haya finalizado el actual gobierno.

Y, dicho sea de paso, para que no se olvide el dato, por simple comparación, el gobierno anterior registró 81,299 homicidios dolosos durante sus primeros 45 meses de gobierno; en el correspondiente de 2006-2012 fueron 60,319 en el mismo periodo; durante el gobierno de Vicente Fox, se tuvo la cifra más baja de los últimos seis sexenios, 37,649 y con Ernesto Zedillo fueron 51,453.

En segundo lugar, porque la violencia contra religiosos se ha posicionado en el interés de la nación a partir del activismo que causó el asesinato de los sacerdotes de la Compañía de Jesús, Javier Campos Morales “Padre Gallo” y Joaquín Mora “Padre Morita”.

Hoy se cumplen 64 días de los acontecimientos ocurridos dentro del templo de San Francisco Xavier de Cerocahui, en el corazón de la Sierra Tarahumara, justo acunado en una población que vive en el transcurso de la chihuahuense Barranca de Urique.

Los testimonios de la presencia de los jesuitas Gallo y Morita fue interrumpida a tiros por un muy conocido sicario de la zona, identificado como José Noriel Portillo, quien trastornado porque su equipo había perdido un partido de beisbol en la localidad, persiguió al empresario turístico Pedro Palma hasta el interior del templo y lo asesinó.
Y justamente en esa dinámica de inseguridad, que ha alcanzado a ministros del culto y representantes religiosos en México, el enloquecido sicario disparó contra el Padre Joaquín Mora en su fallido intento por evitar el asesinato de Palma.

Atraído por el estruendo de los tiros, el Padre Javier Campos llegó hasta el altar donde regularmente oficiaba sus liturgias para los tarahumaras y ahí también fue abatido por el loco armado que impuso su ley de muerte, arrastrando ese día a tres personas dentro del Templo, entre ellos los dos hijos de la Compañía de Jesús. Más de dos meses y el sicario José Noriel Portillo no ha sido detenido.

Los dos sacerdotes que entregaron su vida hablando y viviendo con los tarahumaras reposan este día cubiertos por la tierra del atrio centenario del templo de San Francisco Xavier. Están en ambos lados de la gran cruz de piedra que arbitra el espacio de recepción al lugar de culto. Sus tumbas son testimonio de que la violencia que campea en múltiples espacios del país, también alcanza a ministros religiosos.

El jesuita Javier Campos era el Padre Gallo. No hay testimonios confirmados del motivo por el que los tarahumaras lo motejaron así, pero hay quien asegura que el sacerdote era capaz, a la menor provocación, de hacer un sonido gutural que llenaba los espacios del templo y que semejaba el canto de un gallo.

Era el Padre Gallo quien repetía, cuando alguien le preguntaba qué hacía exactamente en medio de la helada y agreste Sierra Tarahumara: “estoy con ellos” y explicaba que acompañaba a los rarámuris cuando nacían, sufrían, sobrevivían y morían.  El jesuita de los guturales sonidos, imitando el canto del gallo, explicaba con esas simples palabras la profundidad del trabajo que hacía ante la pobreza verdadera de los tarahumaras.

El Padre Joaquín Mora, regio de nacimiento, había pasado por Tampico y también con una fugaz estancia en el templo que todavía subsiste en la Isla María Madre, la capital de las Islas Marías, que en otro tiempo fue cárcel y hoy intento de centro cultural.

El apelativo en diminutivo de su apellido lo ganó en el camino. Quienes compartieron vida y obra con él lo describen como callado, tímido y taciturno.

Un detalle de su vida en Tampico eran sus camisas de franela. Pese al calor de la plaza, el Padre Morita, que tenía preferencia por recibir en su templo a indígenas huastecos que bajaban desde sus comunidades, usaba camisas de mangas largas y abotonadas hasta el cuello.

Pues este lunes fue un día conmemorativo hacia quienes, como ellos, son víctimas de la sinrazón violenta de la delincuencia que no respeta personalidades ni influencias públicas.

Como en muchas cosas, hay dos interpretaciones de este hecho de violencia dirigida contra los hombres del culto, particularmente contra los del catolicismo.

Hay quien explica el fenómeno como un efecto adjunto de la violencia general que se observa en muchas partes del país, causada por la delincuencia organizada que ya campea en varios territorios. Y si no, nada más hay que ver los incendios de negocios y vehículos que ocurrieron en días recientes en Jalisco, Guanajuato, Colima, Michoacán y Tijuana, al menos.

Hay también quienes consideran que los atentados contra sus ministros son un ataque directo a la libertad religiosa. A partir del caso de los dos jesuitas, los eventos emprendidos durante el mes de julio con misas, rosarios, procesiones y recuerdos de los sacerdotes caídos, tienen la clara intención de la jerarquía eclesial de ubicar el tema en el terreno de la libertad religiosa.

Otro caso más reciente es el del sacerdote diocesano Felipe Vélez Jiménez, párroco de San Gerardo en Iguala, que al salir de la población de Chilapa recibió un tiro en el rostro mientras manejaba su automóvil.

Nadie ha reivindicado la autoría de los disparos y después de varias cirugías reconstructivas, más las que tiene pendientes con diferentes especialidades, queda la duda si el sacerdote Vélez es una simple víctima de una bala perdida o receptor de alguna manifestación de odio, que podría ser enmarcada en la conmemoración que apenas tuvimos el lunes.

A partir de la violencia general y la particular a las que me he referido, reitero mi propuesta de crear en nuestro país una institución especializada en combatir al crimen organizado. Esto significa separar la lucha contra la delincuencia organizada del resto de los delitos.

Fundamental: una institución civil, dotada de las capacidades de inteligencia, contrainteligencia, investigación y prevención para combatir exitosamente este fenómeno que se reproduce por todos los rincones de nuestro país.

Su atención debe focalizarse en los delitos y territorios donde se manifiestan con especial virulencia y que atienda aquellas conductas  que potencialmente dañen a la sociedad de mayor manera.

Hoy día el crimen organizado es ya un fenómeno complejo y multifacético que debe tener atención integral, por su crecimiento considerable en algunas zonas.

Responder a esa complejidad requiere de una atención diferenciada que diagnostique, haga mapas precisos y ataque a los criminales empezando por controlar de mejor manera el ámbito financiero que producen a través de cuentas bancarias o inversiones de claro origen en el lavado de dinero.

Mi testimonio de solidaridad hacia las víctimas de violencia en general y en particular a quienes la sufren desde la posición de ministros del culto y que este lunes los organismos internacionales nos hicieron recordar.

Diputado federal

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