El gobierno de Andrés Manuel López Obrador será recordado por una larga lista de promesas incumplidas, tropiezos y regresiones autoritarias. De éstas, pocas más graves que la cultura de polarización y rencor promovida por el propio presidente desde el escenario del poder. López Obrador ha cometido tantas violaciones a las normas elementales de civilidad democrática que es difícil llevar la cuenta. Desde el principio mismo dio luz verde a una cultura de amedrentamiento de críticos, periodistas y opositores que derivó en seis años de violencia ininterrumpida. Al renunciar a la obligación elemental de templanza que deriva, idealmente, de la investidura presidencial (la misma que tantas veces juró defender), López Obrador abrió la puerta a una jauría inquisidora que no paró de convertir el disenso, indispensable en la vida democrática, en un pecado al que perseguir y aplastar. La violencia de esa jauría, y del propio presidente, terminó por derivar en la intervención en el proceso electoral del 2024, justo la transgresión de los límites del poder de la que tantas veces se quejó López Obrador.

Aun así, por increíble que parezca, la polarización desde el poder no ha sido la mayor falta del estilo personal de comunicar y gobernar del presidente. Ese lugar le corresponde a la crueldad. Los simpatizantes del lopezobradorismo querrán justificar la polarización como una estrategia de “tierra quemada”: en la lucha sin matices por el poder, hay que trazar líneas claras. “Tiempo de definiciones”, díría López Obrador. Es un argumento cínico. La democracia no supone la reducción de la minoría hasta la intrascendencia, sino todo lo contrario. La crueldad, sin embargo, es otra historia. Nadie, en su sano juicio, puede justificar el ejercicio cotidiano de la crueldad.

Y López Obrador ha sido cruel, que no quepa duda. La indiferencia presidencial ante el dolor ajeno, rasgo patológico por excelencia, encontró su cima la semana pasada, cuando el presidente convirtió la muerte del pequeño Emiliano en Tabasco en un supuesto intento por dañarlo a él, al presidente. No es la primera vez, por supuesto. López Obrador ha hecho lo mismo con muchas víctimas del México que gobierna. Lo hizo con las madres buscadoras. Lo hizo con las mujeres exigiendo un alto a la violencia. Lo hizo con los migrantes muertos o vejados. Lo hizo con los padres de los niños con cáncer. Lo hizo con los sobrevivientes de desastres naturales. Lo hizo con quienes han perdido familiares en la marejada de violencia —algunos, incluso, sus amigos. Y ahora lo ha hecho con la memoria de un niño mexicano cuyos estertores sollozantes habían conmovido al país entero. Para López Obrador, lo importante no fue la muerte de Emiliano, lo importante fue que la muerte de Emiliano ocurrió en época electoral. El poder antes que el dolor humano. El poder antes que la empatía. El poder –y Andrés Manuel López Obrador– antes que nadie.

La historia juzgará con claridad el legado de saña que deja el presidente. Juzgará también con dureza a quienes insisten en defender lo que no tiene defensa. Los sicofantes del lopezobradorismo saben que, si cualquier otro presidente hubiera actuado con una frialdad remotamente parecida a la que hemos padecido, habrían reaccionado de inmediato, y con sobrada justificación. Que no lo la hagan frente a su caudillo refleja también su pequeñez.

La crueldad de López Obrador tiene fecha de caducidad. Dentro de una semana habrá ya una nueva protagonista en el escenario. Pero antes, el electorado tiene una decisión que tomar. En un país necesitado de reconciliación, el talante presidencial importa. ¿Cuál debe ser el tono de nuestra discusión pública en los próximos seis años? ¿Cómo podemos recuperar la cultura de debate, el cobijo al disenso, el respeto a la opinión opositora, el periodismo político vigoroso? ¿Qué tipo de trato merecerán las víctimas? ¿Tendremos una cultura de tolerancia o una de confrontación constante? Lo único que está claro es esto: no hay oxígeno para seis años más de crueldad desde el poder. No más.

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