El delito del que se le acusó a Rosario Robles era ominoso. Haber desviado cinco mil millones de pesos destinados a dar de comer a cientos de miles de personas hambrientas. Se le encarceló en el penal de Santa Martha Acatitla. Según los analistas políticos, ella sería el símbolo de la Justicia en un país donde la Justicia, cuando sucede, sucede solamente de forma simbólica. Sería pues una villana encarcelada para que en ella se cebara el odio del pueblo por sus eternos saqueadores, los políticos.

Fue una falsa lectura. Los investigadores del nuevo gobierno trabajaban a marchas forzadas para completar también las pruebas inculpatorias de los participantes en el desvío. La noche del 15 de septiembre, mientras en el cielo tronaban los luces fatuas, las puertas del penal de Santa Martha se abrieron para recibir la larga fila de los inculpados. Los operadores de la estafa, los rectores de las universidades por las que se desviaron los recursos, los bancos receptores del dinero robado. Treinta culpables que se vistieron de color beige y se repartieron en las celdas aledañas a la de Rosario.

En los recreos a media mañana, los treinta salían a caminar en el mismo patio e intercambiaban desde lejos saludos resentidos. Después de todo, unos eran los responsables de la desgracia de los otros. Según lo cifraron los analistas, eran la pandilla víctima de la venganza de un sistema corrupto y corruptor, ahora habitado por corruptos de distinto signo ideológico.

Fue, otra vez, una falsa lectura. Rosario Robles era una mujer orgullosa e inteligente y había relatado a los jueces los pormenores de la estafa que comandó, pero también narró el modus operandi de las otras estafas realizadas por el gabinete en el que fue secretaria, y en especial se dilató en delatar a sus autores intelectuales. El presidente Peña Nieto y el cerebro de las operaciones, Luis Videgaray.

El 31 de diciembre del año 2019, cada ex secretario arribó al penal con su primer círculo de operadores. La fila de inculpados era de un kilómetro de largo y para recibirlos se había vaciado el penal de los presos con delitos menores a los que llegaban —es decir: todos los presos previos, excepto los violadores, los secuestradores y los homicidas—.

Vestidos de beige, los funcionarios salían al patio a la hora del recreo y caminaban ignorándose unos a los otros y hablando por sus celulares sin línea con influyentes asesores inexistentes. Los analistas entendieron entonces que se trataba de un verídico cambio de régimen: el castigo de un grupo ideológico a otro grupo ideológico era de dimensiones bélicas.

De nuevo, fue una lectura incompleta. En febrero del año 2020 se puso a consulta del pueblo si deberían investigarse los delitos de corrupción de todo el periodo histórico donde rigió el mal llamado modelo económico neoliberal —o dicho de forma precisa: la cleptocracia enmascarada por formas neoliberales. Ganó el SÍ (50 millones de votos contra 15 votos en contra).

Una caravana de autobuses repletos de funcionarios ladrones se aparcó ante el penal, que para entonces había sido ampliado: una nueva muralla rodeaba quince nuevos y extensos edificios construidos en siete hectáreas, un penal del tamaño de una pequeña ciudad, y su nombre había sido además corregido, se llamaba ahora El Sueño de México.

Los analistas admitieron que en verdad un sistema corrupto había sido suplido por otro sistema, corrupto en menor grado. Los ciudadanos se animaron entonces a reportar las extorsiones aisladas que les inflingían los funcionarios del sistema actual y la Iglesia Mexicana organizó jornadas de rezos multitudinarios en las plazas centrales de las ciudades y los pueblos, donde se reunieron los cínicos y los pesimistas del país para rezar por la imposibilidad de un país decente.

“La honestidad es imposible”, rezaban hincados, las manos reunidas ante los labios fervorosos. “La Justicia como sistema es una utopía inalcanzable”, rezaban. “Razones genéticas y geográficas nos impiden la honestidad. Venga un desastre de la Economía para asistirnos en la destrucción del Sueño de México. Amén”.

Pese a su fervor, volvieron a equivocarse. El 15 de septiembre del año posterior al encarcelamiento de Rosario Robles, de nuevo bajo un cielo donde estallaban las luces de colores, llegaron al Sueño de México los camiones cargados con los funcionarios corruptos del nuevo régimen. Esos que creyeron que erradicar la corrupción era transformar las mordidas en mordiditas, del 30% al 10% de los presupuestos. Los que apostaron por robar apenas un tantito. Los que cerraban un ojo al firmar asignaciones directas. Los que abrieron cuentas secretas no en Panamá pero sí en Belice.

Al mediodía, vestidos en uniformes beige, en el campo de futbol que sirve de espacio para el recreo de los presos, hoy cada día se mezclan los corruptos y cruzan saludos y bisbisean noticias del golpe de Estado que preparan con sectores externos al Sueño de México.

El epígrafe de esta fábula lo coloco acá, al final. Es una frase, ¿de quién otro podría ser?, de Bertolt Brecht. “Soñar es un imperativo moral, con una sola regla de oro: no confundir el sueño con lo real.”

Google News

TEMAS RELACIONADOS