Brasil atraviesa una de las coyunturas políticas más complejas y significativas en su historia democrática. Pese a que Jair Bolsonaro y Luis Inácio Lula da Silva han acaparado los reflectores de la contienda electoral, existe otro actor político cuya existencia será determinante no solamente en el resultado, sino en el futuro del gigante latinoamericano.

El centrão en el contexto político brasileño va más allá de lo que su nombre parecería apuntar como “el gran centro”. Desde finales del siglo XX, este concepto se ha empleado para designar a una amalgama de partidos políticos relativamente pequeños que se han vuelto indispensables para el Poder Ejecutivo en turno. Contrario a lo que se pensaría, no cuentan con una ideología centrista. De hecho, no se ubican en ningún rango del espectro político, definiéndose más bien por contar con una orientación conservadora y a favor del mercado. Fuera de ese parámetro, este cúmulo de partidos se ha distinguido por responder a intereses particulares, ya sea inclinándose a la izquierda o a la derecha de la balanza según sea necesario. Su capacidad de emitir votos decisivos en iniciativas de ley les ha asegurado privilegios, recursos, cargos y favores políticos.

Esta dinámica clientelar les ha permitido ganar una creciente y determinante influencia sobre el gobierno. Ejemplos recientes que demuestran su poderío incluyen el haber logrado desestimar las más de cien solicitudes de juicio político contra el presidente Jair Bolsonaro, su papel definitorio en el proceso de destitución de la ex presidenta Dilma Rousseff y el apoyo a reformas clave durante el gobierno de Michel Temer.

Durante la primera vuelta electoral, este grupo consolidó un importante avance al haber obtenido la mayor parte de las alcaldías disputadas, 273 de los 513 escaños en la Cámara de Diputados y más de la mitad de los 81 asientos del Senado. Independientemente de quién gane la presidencia, el gobierno electo forzosamente tendrá que recurrir al centrão para avanzar su agenda, inevitablemente profundizando las dinámicas de chantaje y corrupción que le caracterizan. Durante la administración bolsonarista, este grupo le mostró lealtad al presidente. Sin embargo, dicho apoyo fue otorgado a expensas de las finanzas públicas brasileñas. Todo parece indicar que seguirán acompañando al candidato en su intento de reelección, aunque posiblemente no sea suficiente para asegurar su triunfo.

Por su parte, el centrão es un viejo conocido para Lula. Si bien el cabildeo con este grupo fue necesario durante la gestión de su gobierno, de ser electo presidente, se enfrentará a una versión renovada, fortalecida y aún más exigente. Considerando que no contaría con una mayoría en el congreso, Lula tendría que echar mano no solo de las potenciales coaliciones que pueda formar su gobierno, sino de lo que el centrão demande para materializar su proyecto de nación. Más aún, su capacidad de frenar la agenda y su tendencia conservadora puede sentar un terreno fértil para un eventual retorno del aún presidente en el 2026.

El comportamiento del centrão muestra una grave tendencia en América Latina ante el debilitamiento de los partidos nacionales, el descontento con la democracia y una fuerte fragmentación partidista. La cara más visible de esta situación ha sido el surgimiento de figuras populistas que han accedido al poder mediante la promesa de un cambio verdadero. Sin embargo, igual o aún más importante resulta el creciente fortalecimiento de formaciones políticas que, como el centrão brasileño, no solo han capitalizado los votos de la ciudadanía desafecta, sino que han permeado en la capacidad de representación, estabilidad y creación de consensos. El vacío de poder que han dejado algunos partidos hegemónicos en crisis ha propiciado que organizaciones desprovistas de una ideología y agenda clara se favorezcan ante el voto de castigo, el nicho de personas sin una identificación partidista y al presentarse como el menor de los males en entornos altamente polarizados.

La consecuencia más grave no es la falta de ideología per se, sino la falta de principios y la cínica corrupción que ésta conlleva. Asimismo, la plasticidad de su actuar impacta directamente en la representatividad del electorado que los vota. De esta forma, el legislativo deja de fungir como un contrapeso al apoyar ciegamente al poder ejecutivo a cambio de los incentivos requeridos, lo cual representa un grave riesgo para el proceso democrático.

Con evidentes matices y particularidades, distintos ejemplos regionales ilustran esta situación. Los comicios municipales de Perú a inicios de mes probaron cómo los actores locales han cobrado un protagonismo sin igual por encima de los partidos tradicionales. En un escenario donde proliferan partidos y liderazgos, la falta de claridad en sus posturas políticas ha abierto las puertas a una ruta de favores y condiciones con un gobierno nacional al borde del colapso. En Colombia, la reciente aprobación de listas cerradas para las candidaturas a concejos municipales, asambleas y al Congreso ha generado gran polémica. Al ser las cúpulas de los partidos quienes integren dichas listas, grupos opositores han externado que únicamente se pasará “de la compra de votos a la compra de curules”. En el caso de México, la carencia de liderazgos y agendas se suma a una endeble alianza ideológicamente inconsistente. La reciente votación a favor de la militarización del país puso en evidencia cómo este esquema, aunado a la alta concentración de poder que se ha puesto en el presidente, erosiona a la democracia.

Si bien los realineamientos y reestructuraciones de los partidos son naturales, existe poca certeza sobre qué sigue para lograr una democracia pluralista sin caer en los vicios planteados. En una región en donde el quehacer político se ha distinguido por corrupción, chantajes, amenazas y violencia, el panorama actual parece privilegiar la eterna lucha de poder por encima de los apremiantes desafíos de la gobernabilidad que exige el contexto actual.

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