Hace unos meses, Paul Krugman, premio Nobel de economía, reflexionaba en su columna en The New York Times sobre el populismo y argumentaba que el presidente Donald Trump no debía ser definido como populista, porque esta corriente política es más bien de izquierda y se caracteriza porque los gobiernos destinen recursos a favor de los pobres.

Señalaba que más bien Trump era un nacionalista que en algún momento tuvo algunos desplantes populistas, pero que las políticas que ha venido implementando desde la reforma fiscal, hasta los recortes a gastos sociales, pasando por el retiro de todo apoyo a los migrantes, era más bien conservadoras y xenofóbicas. En esa misma tipología ubicaba a Jair Bolsonaro y a Viktor Orbán, quienes más bien parecen neofascistas, aunque Krugman le concede a este último que pudiera ser un populista de derecha.

En ciertas agendas estos personajes tienen coincidencias ideológicas. Por ejemplo, sobre el tema del cambio climático Trump y Bolsonaro tienen un discurso muy parecido y no es extraño que hayan manifestado su rechazo a que una agenda global les imponga lo que tienen que hacer en sus países, recurriendo a la retórica nacionalista defensiva, o a las verdades alternativas señalando que se trata de un asunto propagandístico de personajes como Al Gore et. al.

Hace tres años, cuando Barack Obama era presidente de Estados Unidos, tuvo un desencuentro con el expresidente Enrique Peña Nieto, quien alertaba sobre el peligro del populismo en clara alusión al dirigente de Morena y presumible candidato a la presidencia en 2018. Lo más irónico del asunto fue que Obama le reclamó a Peña que él sí era populista, porque aplicaba políticas a favor del pueblo.

Incluso Trump llegó a comentar en el mismo sentido, que se sentía más cómodo negociando el tratado comercial con el equipo de transición, ya que los representantes del gobierno de Peña eran más cercanos a los capitalistas.

Me parece que Krugman está en lo correcto, porque el populismo en América Latina del siglo XX y en Estados Unidos y Rusia en el XIX partían de una ideología de izquierda, y en el caso latinoamericano venía acompañado de un componente nacionalista y estatista, cuyos exponentes más representativos fueron Lázaro Cárdenas (México), Juan Domingo Perón (Argentina) y Getúlio Vargas (Brasil). Al respecto, la relectura de Arnaldo Córdova sería de gran utilidad.

Esa época coincidió en América Latina con la del modelo de sustitución de importaciones en la que los gobiernos apostaban a la industrialización con políticas proteccionistas, que permitieron asegurar un mercado interno a los fabricantes nacionales, ya sea mediante aranceles elevados o con permisos de importación que sólo se otorgaban para la compra de bienes de capital e intermedios. En el caso de los artículos de consumo, se recurría al contrabando, la famosa fayuca.

En México, el echeverrismo fue el último intento populista que buscó recuperar la tradición cardenista, que hizo una propuesta de desarrollo compartido con una mayor participación del Estado en la economía ante el repliegue de la inversión privada en su sexenio.

Cuando Andrés Manuel López Obrador, como presidente electo, declaró que su modelo sería el desarrollo estabilizador, resultaba lógico considerando que proviene de la corriente priista del nacionalismo revolucionario, donde no sólo se busca que el Estado tenga la rectoría de la economía, sino que intervenga activamente en ella en sectores que se consideraban estratégicos. A su vez, los bienes y servicios públicos deben ser entregados por el gobierno, por ende, se pretende desalentar toda la subrogación de los mismos, aunque ello implique serios problemas en el corto plazo: estancias infantiles, refugios para mujeres, etc.

Por otra parte, el gobierno también ha prometido disciplina fiscal para evitar ser castigado por los mercados financieros. A su vez, ha centralizado el ejercicio del gasto, lo que ha ocasionado serios cuellos de botella y protestas de las familias que ante la escasez de medicamentos para el cáncer, antivirales y servicios, han protestado en diversas ocasiones a lo largo del año por desabasto.

La 4T cuestionó al gobierno anterior porque el esfuerzo de consolidación fiscal recayó en un desplome de la inversión pública durante la segunda parte del sexenio pasado. Incluso, en los Criterios Generales de Política Económica para 2019 prometía revertir la tendencia de una participación cada vez menor del gasto de capital en la estructura del presupuesto.

Sin embargo, las inercias son muy dominantes y no ocurrió así. Incluso para 2020 se está proponiendo una caída de 5.4% real de la inversión pública física. Ante el cuestionamiento, se responde que la inversión provendrá del sector privado, quien impulsará el Plan Nacional de Infraestructura, lo que más bien parece una propuesta neoliberal, pero que no está siendo respaldado del todo por los empresarios descontentos con la miscelánea fiscal aprobada.

Para salir de la trampa de la austeridad en la que está metido el gobierno federal ante la falta de ingresos, se requiere elaborar una política económica procíclica que no existe, según reconoció Arturo Herrera hace 15 días durante el 12° Diálogo Nacional por un México Social en la UNAM.

Catedrático de la EST-IPN
Email: pabloail@yahoo.com.mx

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