La emergencia sanitaria por la COVID-19 ha puesto de manifiesto lo vulnerables que se encuentran nuestras sociedades antes la ocurrencia de crisis como ésta. En primer lugar, a nivel social y económico, vemos cómo la desigualdad entre las personas vuelve a algunas aún más vulnerables: sin acceso a servicios médicos de calidad, sin empleo o salarios justos, sin alimentos, sin agua para cumplir con las medidas de higiene dictadas por las autoridades e incluso sin un hogar donde resguardarse de la pandemia.

Al mismo tiempo, la alta exposición de las y los mexicanos a la amplísima oferta de comida chatarra (ultraprocesada, de bajo valor nutricional y alto valor calorífico) amplía nuestra vulnerabilidad como país ante la COVID-19. Estos alimentos han llevado a que amplios porcentajes de la población sufran de padecimientos como el sobrepeso, la obesidad o la diabetes, los cuales, según han indicado las autoridades de salud, son factores de riesgo ante esta enfermedad.

En segundo lugar, pero igual de importante, a nivel ambiental vemos cómo la degradación de la naturaleza, el cambio climático, la deforestación y otros problemas como el comercio de especies silvestres o la ganadería industrial, amenazan gravemente la salud planetaria pero también la humana, ya que se vinculan con el surgimiento de nuevas enfermedades, como el nuevo coronavirus o el ébola.

En el centro de todos estos problemas, es decir, en el origen de nuestras principales vulnerabilidades, se encuentra el actual modelo capitalista de producción y consumo, basado justamente en la explotación de las personas y de la naturaleza. Este modelo ha llevado a una producción y consumo desmedidos que contaminan nuestro planeta con residuos y emisiones a la atmósfera, y ha enriquecido a unos cuantos a costa del resto de la población que vive en pobreza y desigualdad. Hoy es evidente que el modelo está roto.

La crisis sanitaria actual, con la exposición que ha hecho de nuestras vulnerabilidades, señala al sistema capitalista como culpable y abre la posibilidad para replantearnos una nueva “normalidad” a la que volver cuando la pandemia pase. Una normalidad que se base en la construcción de sociedades más justas, más equitativas y más verdes. Para esto, debemos buscar formas alternativas de producir lo que necesitamos, particularmente nuestros alimentos, así como adquirir nuevos hábitos donde la premisa sea consumir menos y mejor.

La producción y el consumo local son una gran opción en estos momentos de incertidumbre que debe quedarse y favorecerse cuando la emergencia termine, ya que nos permiten evitar continuar enriqueciendo a grandes empresas, como las cadenas de supermercados, para apoyar a pequeños y medianos comercios o productores de nuestra localidad o lugares cercanos. En éstos, como en el caso de los pequeños productores agroecológicos del sur de la CDMX, o de aquellos que venden productos transformados de forma artesanal o con ingredientes criollos o naturales (panadería, conservas, dulces, artículos de limpieza o higiene personal, etc.), podemos encontrar una oferta de productos más saludables, como alimentos frescos, orgánicos, de temporada y ecológicos, así como productos libres de empaques de un solo uso que generan residuos, libres de conservadores y otros químicos, con una menor huella de carbono y a precios accesibles. Todos éstos comercializados de forma más justa, sin tantos intermediarios, y en apoyo de sectores tradicionalmente marginados, como el campesinado o los pueblos indígenas.

La producción y el consumo local y responsable nos permitirá comenzar a desarrollar sociedades más resilientes que estén mejor preparadas para enfrentar las crisis por venir, además de construir comunidades más equitativas y proteger nuestra salud y la del planeta.

* Ornela Garelli es Especialista en consumo responsable y cambio climático de Greenpeace México

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