Hemos evitado a lo largo de la vida celebrar el 10 de mayo en algún restaurante, hemos huido de las multitudes, del cliché, pero a veces hacíamos comidas de familia. Aunque si los días de la madre caían entre semana, la ciudad se ponía imposible. Algo parecido a un 14 de febrero, a un 15 de septiembre, a los días de aguinaldo en diciembre. Recuerdo aquel en que mi madre y yo avanzábamos por Insurgentes hacia el sur para llegar a la comida donde la celebraríamos a ella y a mí en casa de mis padres. Seguramente habíamos trabajado en la tienda que ellos tenían en la Zona Rosa porque ese era día taquillero: una bolsa, una mascada, hasta una espléndida chamarra o pantalones de cuero para las madres de todas las edades. La hora de la comida se fue desvaneciendo en un recorrido lento, absurdo, en el que empezó a llover y nuestra desesperación por llegar a la mesa donde nos esperaban padres, hijos, hermanos creció. No eran tiempos de celulares y nada se podía avisar. Insurgentes era un tren detenido. El agua se acumuló en las calles y suavecito entró por alguna ranura en las puertas de mi vocho (el que luego me robaron en pleno día, con todo y bastón para impedir su movimiento. Aquel robo coincidía con el Día del padre, pues recuerdo que encendió mi coraje saber que con el coche se llevaron el libro sobre el tequila que le llevaba a mi papá.)

Comprenderán que desconfíe de esas celebraciones, aunque entre el agua que se filtraba lentamente y nos iba mojando las suelas de los zapatos dentro del coche, mi madre y yo optamos por abandonar la posibilidad de llegar a la comida donde éramos las festejadas y decidimos distraer el temor a la calle río, platicando, ya no recuerdo de qué, pero incluso nos reímos. Entre mi madre y yo teníamos esa consigna, no olvidar la risa. Yo le tenía prohibido enfermarse, se lo dije muchas veces, aunque al final no me hizo ningún caso y el último día olvidamos la risa.

Por eso en la víspera del 10 de mayo y de cara al no festejo obligado de este año, pienso en que ahora, por llevar la contra, y porque mi corazón tiene sed de los abrazos que dé y reciba de mis hijas (y los añorados de mi madre) quisiera tener esa reunión. Y reírnos como lo hacíamos mi madre y yo, y no tener que decirnos nada. El coronavirus nos ha obligado cada vez que nos comunicamos ansiosos de no perder nuestros lazos con el mundo de los afectos, a hablar, a sustituir miradas y tacto por palabras. Por eso quiero pedir un regalo. Mis hijas me han dado los más atinados, claro, me conocen. Quería con tanta vehemencia un pimentero Peugeot laqueado, que hace un ruidito dentado cuando le das la vuelta para triturar los granos, que me lo compré justo el día que ellas me regalaron otro. Alguien preguntó en otra ocasión qué regalo me sorprendería más y dije que un boleto para ver a los Rolling Stones; no me di cuenta pero ellas se miraron satisfechas. Ya habían comprado tres para ir juntas. Por eso no debería pedir, estoy segura que ellas saben que lo que quiero es un vale, como esos que nos hemos dado en Navidad: vale por un viaje, vale por un masaje, vale por ropa en cuanto empiece la barata…. Un vale que garantice una tarde soleada en que nos podamos las tres tirar en los sillones, o en la cama, a decir alguna tontería, reírnos de algún recuerdo y quedarnos calladas escuchando la suave cadencia de nuestra respiración. ¿Será mucho pedir? Quiero una garantía de futuro, donde tenga sentido ser madre para cuidarlas, abrazarlas, escucharlas en persona, observar sus gestos, aspirar sus aromas, llevarlas a comer, cumplirles un capricho, consentirlas. Tener el placer de pronunciar la palabra hijas, con todo el peso de su sentido, y celebrar también que mi hija mayor pueda llamar hijo a mi pequeño nieto.

¿Será mucho pedir? Hoy no me queda más que hacer lo que hubiera hecho mi madre ante la adversidad, tomar el bombín y un bastón y con el pasito clásico de Chaplin echar a andar en el confinamiento de casa.

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