Estar de viaje, en el traslado, en el hotel al que llegamos nos coloca siempre en una condición de pasajeros en tránsito, así le llaman en el léxico aeroportuario a ese pisar un aeropuerto intermedio para subir al siguiente avión que lleva al destino. Curiosas palabras: tránsito y destino. Dos vocablos que permiten encuadrar los 18 cuentos del nuevo libro de Ana García Bergua.

Leer en los aviones, además de ser el título del libro, recientemente publicado por Editorial Era, es el del cuento que abre este manjar de situaciones inquietantes donde la mirada siempre original de la autora y ese oficio que ha labrado a pulso se decantan con una naturalidad pasmosa. El cuento umbral sienta el tono de la experiencia lectora en la que acompañaremos a los distintos personajes en aviones, en trenes, en autobuses, en coches, en zapatos o patines de adolescente, donde siempre hay algo que rebasa la anécdota y nos implica a todos. Estar en tránsito, desligados de nuestras casas y nuestras cosas nos vuelve otros: más libres, más anónimos, más transgresores, y también más sujetos a una circunstancia inesperada. En estos no lugares, como los ha llamado la propia autora, es donde ocurren las breves historias que tan pronto nos llevan con Amatista a la búsqueda de sus orígenes en la isla de Córcega, donde una pata de conejo gastada es el amuleto que lo puede todo, o a un hombre obsesionado por subirse al Concord, el avión mítico que finalmente fracasó y que García Bergua utiliza con extrema pericia para acompañar el propio despeñadero de la pareja. Pero estar en tránsito es poder leer a nuestras anchas en el asiento del avión, es tener el tiempo para nosotros (por lo menos a mí me pasa) hasta que algo se inmiscuye en esa intimidad cosechada con trabajo y con pretextos como ocurre a Bermudez. Con su inclinación escenográfica, Ana nos revela y contrasta la vida que revelan los muebles y objetos personales que carga el camión de mudanzas y las de los mudanceros que esperan a pie de carretera y librarán la vida sentados en aquel Chipendale ajeno.

Los hoteles son espacios significativos en varios de estos cuentos, ya sea porque no se puede llegar a ellos, como en “Hotel Marmara”, porque hay una puerta que comunica dos habitaciones y Soledad recuerda aquella intrusión de infancia en la intimidad de sus padres, o porque la organizadora de una convención de arquitectos se provee de un Room service de carne y hueso, o porque los elevadores de un hotel, verdaderos estuches de fantasía nos los dice García Bergua, llevan a ese bombón con olanes, la señorita Rossini, que Anselmo contempla año tras año desaparecer piso arriba.

Dividido en tres partes, en la primera los personajes de los cuentos se trasladan con la ilusión de encontrar otros paraísos, en el amor en los libros, en el silencio de un viajero, en los ladridos de un perro, en la película que pasan en el autobús donde va el amenazado de muerte. En la segunda se confunden los planos de lo real y lo fantástico, de lo soñado y lo posible, del pasado romántico y los ronquidos de un presente en la litera de un tren, o el pulular de los muertos, que con un guiño a la herencia rulfiana, se confunden con los vivos. En la parte tres, la autora pone el acento en las obsesiones y en las relaciones de familia que corona el cuento “Matar al padre”, donde el padre del sociólogo culto, calvo y gordito es un turista que colecciona souvenirs y folletos. Pero el padre enfermará en Delhi y el hijo con la novia tendrán que viajar y experimentar que la agonía de uno es la dicha del otro, hasta que…

Leer en los aviones (donde quiera que usted lo lea) no tiene desperdicio. En estos cuentos el humor y la ternura, la tragedia y la luz se dan la mano sin explicar demasiado. Al fin y al cabo en esta vida todos somos pasajeros en tránsito.


P.D.  Feliz Navidad. Regale un libro. 
Y todavia mejor, que reciba muchos.

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