Los escritores lo sabemos, las usamos, las veneramos, nos asombramos, las sometemos, nos revelan, nos enaltecen. Como mineros alumbrados por esa escasa luz que proyecta la lámpara en la frente, vamos por ellas. La palabra justa, decía Flaubert. Encontrarla para que diga exactamente lo que queremos, para que produzca el efecto deseado: además de su sentido, su ambivalencia, su sonoridad, su juego en la cadencia de la oración. La palabra es elocuente, y hay profesiones que viven de la palabra. Por eso pido a quien la ostenta cada mañana, cada tantos meses, para dirigirnos un mensaje a la nación (la nación somos todos), que la esgrima con la claridad, la elegancia y la certeza que merece nuestra sensibilidad e inteligencia. La palabra revela. No es cierto que los ojos sean el espejo del alma, lo es la palabra porque aún en su retorcimiento, o por ello, enseña sus telones de fondo.

Qué sed de palabras verdaderas y profundas, empáticas con el luto por el que está pasando el país, en salud, trabajo, movilidad, seguridad, ingresos, percepción y relación con el extranjero, proyección a futuro. Qué sed de un discurso incluyente, sensato y no beligerante y divisor (como fue el leve parpadeo y encantamiento de serpientes del discurso de la toma de poder del palabroso mandatario). Hay discursos históricos, citables, que dejan huella sin que, quienes los pronuncien, de antemano los califiquen como transformadores, únicos y parteaguas. A mi generación la marcaron las palabras de Martin Luther King: I have a dream… (tengo un sueño). Palabras elegidas, palabras pensadas, casi versos, himno al que se vuelve constantemente como referente de la justicia, la igualdad, más allá de la lucha por los derechos de los negros en Estados Unidos, tan pertinente en estos momentos.

Son pocos los momentos en la historia de la humanidad acompañados por palabras cimbradoras y sembradoras que yo recuerde como una marca del tiempo que me ha tocado vivir. Los líderes que he admirado y respetado han sido dueños de la palabra porque la palabra, a la que atribuíamos poderes mágicos de niños, ese abracadabra, es guía, es certeza, y tiene estatura moral (dar la palabra es una promesa de honorabilidad). A los líderes de un país o una idea no se les pide arenga, repetición, descalificación y pobreza del lenguaje. Se les pide un compromiso con el uso de la palabra porque la palabra vale, no se puede malgastar en un decálogo insulso, propio de cualquier salón de belleza. Palabras que dan efecto de antesala, de relleno, nada nuevo bajo el sol: ocurrencias. Las palabras de un líder son luz y no son verdad absoluta, pero deben tener una estatura. Memorables las palabras de un Nelson Mandela triunfante en 1994, de Felipe González al inicio de la democracia española, de Barack Obama, presidente negro y demócrata de una nación conservadora, y las de Trudeau con la melena del confinamiento hablando a los jóvenes universitarios. Mi recuerdo de un cambio significativo en la vida política de México fue el momento en que los capitalinos pudimos votar por el jefe de gobierno. La democracia imperfecta ha recorrido un largo camino. Hubo una concordancia entre nuestro espíritu de cambio y el triunfo de la izquierda pensante y crítica donde las palabras que Cuauhtémoc Cárdenas fueron piedra de toque.

Las palabras son el timón del país y no se pueden aventar como bolo de bautizo, colación de piñata, a diestra y siniestra sin que las acompañe el buen oído y la sensibilidad del que las ofrece. Ofrecer palabras es ofrecer certezas, es embonar el deseo de bienestar y proyecto de nación desde las clases bajas hasta las clases altas, sin ningunear a la clase media profesionista, para que realidad, liderazgo y futuro correspondan a una partitura que nos convoque a todos. Pero no vivimos tiempos de pensamiento lógico y científico, vivimos tiempos caprichosos donde se nos pide buen comportamiento para desterrar la violencia que nos amenaza, usar tapabocas mientras el Presidente lo desdeña. Porque el tapabocas es una manera de silencio en estos tiempos donde se cree o no en el virus, se cree o no en los datos de las 4T. Necesitamos volver a respetar la palabra y su valor. Decir menos para decir bien. Comunicar de inteligencia a inteligencia. Despreocuparse por el rating telenovelero en donde el mundo se pinta en blanco y negro. Y devolver a la palabra su integridad y su peso. Yo quisiera tener un Presidente en cuyas palabras confiara y cuya elocuente manera de comunicar me produjera una emoción a la cual aliarme. Lo sigo buscando. Y como mi pecho tampoco es bodega (hay que reconocer que la frase quedará para los anales) pues aquí lo suelto. Falta que haya oídos para estas palabras.

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