Algunas veces camino en los Viveros de Coyoacán, ese oasis que le debemos a Miguel Ángel de Quevedo, además de la introducción de una especie que ataja vientos como la casuarina que plantaron en los médanos de Veracruz. El “apóstol del árbol” (me encantan los epítetos que usamos los mexicanos) y “la caminante del oasis urbano” (para estar a la altura) coincidimos en ese espacio de callejas de tierra y hojas, de tezontle y humus, flanqueadas por árboles diversos que son paraíso exclusivo de una variedad de ardillas inimaginables. No voy a esgrimir aquí los argumentos (que alguna vez molestaron a los lectores, para mi asombro un tema más sensible que los feminicidios y delincuencia urbana) que las definen como una plaga que los escasos halcones no son capaces de controlar, en ese magnífico equilibrio que logran las redes alimenticias. Simplemente comparto lo que una caminata puede producir, pues literalmente el cerebro anda a sus anchas: una reflexión provocada por el pelaje que ondula en grises o negros, por la velocidad de las uñas de los roedores trepando los árboles, por sus pisadas en la hojarasca y sobre todo por la silueta alargada del hombre de las gafas oscuras.

Me explico: voy por una de las callejas internas con nombre de planta, no sé si liquidámbar o acacias, y lo descubro a lo lejos. Lleva el mismo traje beige, el saco es largo porque él es muy alto y un tanto desajustado en su andar. El rostro lo esconde tras las gafas oscuras de siempre. Resalta en este paraje de salud física porque él va así de atildado y los zapatos son de piel, seguramente recogerán la tierra que será preciso limpiar más tarde. ¿Sale a pasear entre las horas laborales? Pero es muy temprano. ¿Por qué coincidimos a la misma hora? Mi imaginación ha comenzado a funcionar. El hombre de las gafas oscuras me lleva a pensar en aquello que distingue a nuestra especie de las ardillas. La imaginación. Somos capaces de sospechar, ver otras cosas, idear pasados, conjeturar historias. No tendríamos visión de futuro sin imaginación. Tampoco memoria, tampoco trabajaríamos creativamente, en cualquier área.

Pero aquí el asunto de la imaginación es más grave, pues este hombre pertenece a un cuento mío que lleva por título: “El hombre de las gafas oscuras”. Claro que el germen de ese cuento perturbador surgió en otro parque cerca del Convento de Churubusco. Misma sensación de personaje fuera de lugar, gafas oscuras para una hora del día en que el sol no molesta, mismo traje incluso. Y sospecho que idéntico color en el tinte del pelo, pues parece detenido en el tiempo. Entonces empiezo a imaginar que me ha leído (observen el tamaño de la vanidad) y que ha decidido apersonarse. Quizás para reclamarme que le he dado un giro perverso a su paseo habitual, quizás para demostrarme que la realidad es inclemente y que somete a la ficción, que el mundo imaginado puede desplomarse de un puñetazo (pero todo esto lo estoy imaginando). Lo peor es que seguramente piensa que la perversa soy yo y que va a cumplir con la conducta que le atribuyo en el desenlace de ese cuento: la puerta de una casa se abre para conducir a la mujer que lo ha estado siguiendo obsesionada por saber quién es este sujeto tan desacomodado en el espacio.

Dicen los estudiosos que no sólo la corteza cerebral nos distingue evolutivamente de otras especies, sino dentro de ella muchas operaciones complejas como la de imaginar, que se ha tratado de descifrar en un mapeo cerebral de diversas sinapsis neuronales. Me alegro de poseer esa capacidad y compartirla con mis semejantes. De que el sentido del humor se derive de ello. Pero no sé qué haría si las ardillas imaginaran y sospecharan lo que les temo, el alcance de su poder. Tampoco sé qué hacer con respecto al hombre de las gafas, si cambiar de hora mi caminata, de veredas, de parque porque sólo de imaginar que aún así me toparé de nuevo con el personaje encarnado, me aterro. Desconozco las consecuencias de la imaginación.

Google News

TEMAS RELACIONADOS