El inicio de las Memorias escritas por el mismo “Centauro del Norte” reveló los orígenes de Francisco Villa en la pobreza extrema y su primer delito, que fue dispararle al hijo de un hacendado que pretendía deshonrar a su hermana en medio de la noche. Tras comprender que las autoridades no se interesarían en los Arango Arámbula, pero sí en la familia hacendada, huyó al desierto.
Días después, aún vagando, le pidió comida a un hombre que se le cruzó en el camino, conduciendo un burro cargado de alimentos. En vista de que, además de negarse, el desconocido lo insultó, el joven Arango decidió amenazarlo con el revólver que portaba desde la pelea contra el rico, de modo que ahuyentó al extraño.
Al ver el arma, el hombre huyó sin pensar dos veces en sus posesiones, sobre decir que, por su parte, el muchacho forajido “comió hasta hartarse”, según relató.
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Para su sorpresa, al día siguiente las autoridades dieron con él y lo arrestaron, en atención a la denuncia de la víctima del asalto. Llevaron al entonces muchacho de 16 años a la ciudad de Durango y lo identificaron como agresor del hijo del hacendado, así como culpable del robo del burro de los comestibles.
Un detalle curioso es que, por lo visto, en aquella época las autoridades se tomaban mucho más en serio un caso de robo que una riña a mano armada. De ese modo lo resalta el protagonista de esta historia, pues comentó que reflexionó una vez que le “pusieron fierros en las manos”.
Fue en ese momento, dijo, que comprendió que los crímenes por lo que lo acusaban eran bastante serios, pero señaló “en especial el negocio del burro”.
En la cárcel los otros presos le advirtieron que los guardias llamaban “darle agua” al acto de matar prisioneros, pues se les convencía de tener permiso de beber agua para dispararles por sorpresa en el momento en que se agachaban al río.
Villa aprendió que todo esto era el manejo de la “Ley Fuga”, una estrategia en que los oficiales de la cárcel “lo llevan a uno por caminos solitarios”, con el objetivo de abrir fuego y más tarde alegar que el infortunado trató de escapar.
Dicho y hecho, llegó un día en que, con ardor de sed por pasar horas en el desierto, el guardia Octaviano Meraz lo mandó llamar y le preguntó si tenía sed. Villa narró el momento con estas palabras al Dr. Ramón Puente:
“Más muerto que vivo me acerqué con dificultad a él y le pregunté
- ¿Piensa matarme ahora?
Me miró detenidamente; pero su mirada no era amenazadora, y dijo sonriéndose:
- Anda muchacho, bebe que yo no te voy a hacer daño.”
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El remate del relato, según explicó tiempo después, consiste en que Meraz, el guardia, le confesó que aquella ocasión lo invitó a tomar agua bajo las órdenes del gobernador de Durango, don Carlos Santa Marina, de aplicarle la “ley fuga”.
Sin embargo, el revolucionario detalló que el propio Meraz le confesó que “le había dado lástima porque estaba yo ‘tan acabado’ y tan joven que no tenía valor para matarme”.
Hasta aquí la segunda parte de las “Memorias de Francisco Villa”. Espere la tercera entrega este viernes para saber cómo fue el primer escape de Pancho Villa de una cárcel.