Modificar o torcer normas para ponerlas al servicio de personas específicas, con nombre y apellido, es un error que se ha cometido muchas veces a lo largo de la historia y que siempre ha salido mal. Es equivalente (guardadas las distancias) a diseñar un examen para que lo apruebe un alumno en particular, o hacer una licitación con requisitos amañados para asegurar el triunfo de una empresa, o convocar a un concurso literario con una novela elegida de antemano. Hacer o interpretar normas para beneficio o en función de una persona anula el sentido del derecho y convierte las reglas en meros instrumentos del poder, para justificar lo que ya está decidido.

Nos ha costado mucho ir limando, poco a poco, esas prácticas corruptas. El ejemplo más notable ha sido el de los procesos electorales que, durante décadas, se organizaban aun a sabiendas de que los ganadores estaban designados de antemano. Siempre vale la pena recordar la frase de Jorge Ibagüengoitia escrita ante la jornada electoral de 1976, cuando solo había un candidato con registro: “El próximo domingo serán las elecciones. ¡Qué emocionante! ¿Quién ganará?”. Empero, ese deseo de controlarlo todo abarca muchos más espacios legales (o legaliformes, para ser precisos) que han bloqueado una y otra vez el juego limpio en casi todas las áreas de nuestra vida pública.

Por supuesto, quienes adaptan las leyes para legitimar sus decisiones ofrecen argumentos que los justifican: dicen que así se evitan males mayores, que de otro modo los enemigos triunfarían, que su ideología debe prevalecer sobre cualquier otro criterio o, simplemente, que las personas que están al mando son las mejores. Es esta última –nosotros somos mejores— la que se ha impuesto varias veces en la historia mexicana como alegato para torcer las normas. En su momento, hubo muchos que vieron en Santa Anna al único líder que podía salvar a México (véase: “País de un solo hombre”, de Enrique González Pedrero); más tarde, se afirmó lo mismo de Porfirio Díaz (véase: “La Constitución y la Dictadura”, de Emilio Rabasa); después se extendió la idea al régimen presidencial y a sus liderazgos temporales (véase: “El sistema político mexicano”, de Daniel Cosío Villegas, entre muchos otros). Y hoy estamos de regreso con la misma idea, encarnada en Andrés Manuel López Obrador (AMLO).

Supongamos (sin conceder) que tienen razón: que AMLO es un ser humano insuperable y que sus ideas, plasmadas en un proyecto denominado 4T, son igualmente superiores a cualquier otra propuesta real o potencial. Es sobre ese criterio de supremacía indiscutible que se está proponiendo la modificación radical del Estado de derecho en México, para otorgarle todo el poder al movimiento diseñado (y encabezado) por quien dejará la Presidencia en el mes de octubre. De prosperar, esa mudanza de las normas habrá sido diseñada y justificada por la impronta de una persona y nada más. Esto lo saben propios y extraños y nadie duda de esta afirmación: la 4T (su hechura, su sentido, su justificación) es autoría de AMLO y su vigencia depende de él mismo y/o de la disciplina fiel de quienes participan en su movimiento.

Ahora borren ustedes el nombre del líder y piensen en quienes compitieron por la candidatura presidencial de esa coalición: Ricardo Monreal, Adán Augusto López, Manuel Velasco, Gerardo Fernández Noroña, Marcelo Ebrard o Claudia Sheinbaum, quien se impuso a los demás. ¿Alguien cree que ese grupo estará en condiciones de conducir el proyecto, prescindiendo de quien lo concibió? Imposible. Por eso, la campaña que está en curso fue diseñada para darle continuidad al poder del líder, sobre la base de la influencia que sigue ejerciendo. Nadie habla de su inminente salida sino de su presencia eminente.

López Obrador no se irá.

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