Xóchitl Gálvez se ríe de las encuestas, mientras sus partidarios aseguran que forman parte de una campaña destinada a hacer creer que Claudia Sheinbaum es invencible. Dicen (como todos los que se encuentran debajo de los resultados que desean) que no hay que hacerles caso. Otros afirman que es muy temprano y que la candidata del Frente Amplio remontará la diferencia. Así es el mundo de la política: una pugna permanente entre el sueño y la vigilia.

La irrupción de Xóchitl sirvió para darle voz e imagen a un embutido, cuyo origen no respondió más que a una mezcla de ocurrencias, revanchas y aritmética: los adversarios de ayer hermanados hoy con un ábaco en la mano, para enfrentar los agravios que les ha infligido López Obrador. El discurso de esa alianza aberrante no es (como diría el clásico) de izquierda o de derecha sino todo lo contrario y debe ser su candidata quien concilie el agua y el aceite: la trayectoria de Santiago Creel con la de Jesús Zambrano, el pasado del PRI con la oferta de un futuro democrático, el origen pobre de la mayoría con el éxito de los buenos empresarios que se hicieron ricos, el ataque al populismo con el léxico y los atuendos que la caracterizan. La verdad es que le están pidiendo demasiado.

Xóchitl enfrenta una disyuntiva pedregosa: tendría que traicionar a quienes la encumbraron para no quedarse anclada entre sus contradicciones, pero los necesita para emprender una campaña de alcance nacional: tiene que avanzar con ellos pero sin ellos. En cambio, para ganar la presidencia, Claudia Sheinbaum no necesita mucho más que repetir la fórmula del jefe: digan lo que digan ganará más anulándose que distinguiéndose. Pero su misión fundamental es otra: el líder no solo le ha encargado cuidar el cargo que dejará en menos de un año, sino hacerse de la mayoría absoluta en ambas cámaras y también en los gobiernos y las legislaturas estatales. Le pide carro completo.

En ese otro terreno —que acabará marcando las elecciones venideras— se jugará la batalla principal pues la clase política entiende que, de cumplir su cometido, la futura presidenta del país contaría con todos los recursos necesarios para consolidar el proyecto de partido, pensamiento y liderazgo únicos que ha venido atesorando López Obrador. Con la mayoría absoluta bajo su control, la así llamada 4T llevaría hasta el final la destrucción de las instituciones diseñadas durante los últimos treinta años, con el propósito de conservar los mandos del país por un periodo similar, sin contrapesos: con el Legislativo lacio y sin INE, sin Inai, sin ministros y jueces retobones, sin órganos autónomos y sin federalismo hostil. El mundo ideal de lobo autoritario disfrazado de oveja popular.

Tengo para mí que los líderes políticos comparten ya este diagnóstico y que, por esa razón, pondrán todos sus recursos en las campañas locales que se multiplicarán por todo el territorio. Ganar en todas partes será la clave principal de la contienda y, en esa lógica, los grandes números que animaron a la coalición opositora se fragmentarán inexorablemente en los infiernos grandes de los pueblos chicos: cada municipio, cada estado y cada distrito disputado voto a voto, para hacerse de la mayoría absoluta. Quizás para entonces, los analistas más avezados comprendan que, en ese marco, la unidad pactada entre partidos aumenta las posibilidades de que Morena logre su objetivo, así sea a arañazos.

Sin la mayoría absoluta en los legislativos, el triunfo de Claudia Sheinbaum sería una victoria pírrica. Quienes lo atestiguaron, saben que el fraude de 1988 se fraguó cuando Salinas de Gortari temió perder el control del Poder Legislativo, y ese mismo recelo lo comparte López Obrador. La madre de todas las batallas no estará en la Presidencia.

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