No puedo quitarme la sensación de estar asistiendo al final de una época. Quiero pensar que esto no está pasando y escucho con atención a quienes repiten que somos un puñado de pesimistas o de necios o de conservadores (porque también hay debate sobre el mejor adjetivo para descalificarnos). Reconozco que nadie sensato puede celebrar que lo destruido no sea suplido por algo mejor, y que nadie en su sano juicio puede sonreír al saber que hemos vuelto al principio de la batalla, cuarenta años después. Hago un esfuerzo sincero por entender a quienes defienden la fantasía y también, en el otro extremo, a quienes ven al reloj con la certeza de conocer la hora exacta en la que terminará esta locura.

Sin embargo, hoy ya no puedo ser optimista porque he visto pasar demasiados cuchillos con los que se ha apuñalado a las instituciones para las que viví —y ayudé a construir— a lo largo de mi trayectoria profesional: los centros integradores que nacieron en el Tabasco de González Pedrero y que se prometió extender por todo el país, acabaron convertidos en sucursales de bancos donde se reparte dinero, con presupuestos que sufragan el clientelismo político. He visto al Fondo de Cultura Económica, que alguna vez fue la mejor editorial del mundo en idioma español, convertido en agencia de propaganda política y en altar de la vulgaridad para ofender a quienes nos negamos a pensar y creer lo mismo y al mismo tiempo.

El CIDE, esa institución que surgió del exilio latinoamericano y que dignificó a la academia nacional por el mundo entero, ha sido difamado con furia y sometido a patadas, porque se atrevió a pensar libremente y a fomentar la pluralidad de enfoques sin rendirse a ninguno. Ahora leo, asombrado, la ley que regulará al Conacyt para convertir a la investigación y las instituciones que la albergan en instrumentos políticos e ideológicos al servicio del presidente, mientras observo cómo se persigue a quienes defendieron esa casa como si fueran criminales.

He visto cómo se minó la energía y se acalló la capacidad de incidencia del Conapred, institución que hizo nacer Gilberto Rincón Gallardo para combatir la discriminación y cuyo Consejo de gobierno ha simbolizado la diversidad del país, atacada porque no obedeció al presidente tan pronto como tronó su voz. He visto enmudecer al SIPINNA, que nació de las entrañas del Conapred, porque se propuso escuchar todas las opiniones sin someterse a ninguna. Y he visto, apenado, la sumisión vergonzante de la CNDH que ahora dice defender al pueblo de quienes lo atacan, negándose a entender que los derechos humanos sólo pueden ser vulnerados por el Estado.

He participado en la defensa de la transparencia y de los órganos diseñados para garantizarla, a quienes se ha acusado y denostado sistemáticamente por querer cumplir su misión; y he atestiguado y documentado el desdén que han merecido las instituciones diseñadas para combatir a la corrupción desde sus causas y no sólo desde las apariencias. He visto a las hordas, azuzadas desde el poder, atacar a las universidades públicas que no se hincan ante el monarca y he atestiguado, en fin, la rabia y la violencia desatadas contra la FIL de Guadalajara porque no se rindió nunca ante este, ni ante ningún otro régimen.

¿Por qué me piden que sea optimista si solo he visto muros caídos? ¿De veras creen que el INE podrá salvarse de esta ofensiva? ¿De veras piensan que las elecciones del 2024 serán un remanso de eficacia, de paz y civilidad; que no habrá violencia y que el régimen y los partidos de oposición aceptarán cualquier resultado? No me alegra escribir esto, pero yo vivo en otro país; vivo en ese otro, deliberadamente devastado desde el poder, que no ha dejado títere con cabeza. O no, al menos, de mi trayectoria vital.

Investigador de la Universidad de Guadalajara

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