Agobiado por el caos mundial y la polarización que nos rodea, hace unos días asistí a un oasis de paz. Comprendo que decir esto es anticlimático, pero me ayudó a recordar que la política no reside tanto en el poder concentrado para dominar a otros, cuanto en la búsqueda de la dignificación de la vida y la convivencia.

Gracias al Festival Internacional de Cine de Guadalajara pude ver el “El Canto de las Manos”, un documental dirigido por María Valverde que cuenta el trayecto que siguió Gustavo Dudamel (el director emblemático de la Orquesta Sinfónica Simón Bolivar de Venezuela y también de la de Los Ángeles, de la Ópera de París y, pronto, de la de Nueva York) para montar la única ópera que escribió Beethoven y cuya versión final fue dirigida por su autor cuando ya había perdido el oído. La puesta en escena de Fidelio, dirigida por Dudamel, se hizo con el “coro de las manos blancas”: Un grupo de músicos que cantan con lengua de señas. La obra del creador sordo, interpretada por quienes tampoco podían escuchar la música que cantaban.

El documental no tiene desperdicio (pronto podrá verse otra vez en el Festival de Cine de Morelia). Pero lo que quiero subrayar es lo que se muestra entre líneas: Las personas que forman ese coro que canta con las manos cubiertas por guantes blancos no solo son sordas, sino marginadas, discriminadas y pobres. Sin embargo, en el trayecto de la película esa triple condición se va desaplazando a un segundo plano y, poco a poco, se va sobreponiendo la magia de la música orquestada y del arte compartido que, aun en medio del silencio, le otorga a ese grupo una identidad, una razón de ser, una vocación y una dignidad que los enaltece y los singulariza.

A su vez, Gustavo Dudamel es egresado del “Sistema” creado por José Antonio Abreu en 1975, en Venezuela, para crear orquestas de niñas, niños y jóvenes en todos los espacios posibles de aquel país. Acogido por todos los gobiernos y sobreviviente a todos los conflictos y las ideologías políticas por las que ha atravesado Venezuela, ese Sistema cuenta hoy con cerca de 1 millón 300 mil integrantes en un país que tiene poco más de 28 millones de habitantes. Dudamel, el multipremiado director que ya es considerado uno de los mejores del mundo, no sería lo que es sin ese proyecto magnífico ideado por el maestro Abreu.

Sin embargo, me interesa más la otra dimensión que Valverde retrata con éxito en su documental: La pobreza es devastadora no solo por la falta de dinero, sino por la exclusión, la discriminación, la tristeza, la derrota y la desesperanza que produce entre quienes la padecen. Luchar contra la pobreza es un trabajo de tiempo completo y es, además, un trabajo invisible y menospreciado. Los neoliberales y los populistas, a pesar de sus antagonismos, coinciden en suponer tercamente que la pobreza solo es cuestión de dinero. Su diferencia está en el lugar de donde ha de venir el dinero: Si del goteo del mercado o de las dádivas del erario público.

Lo que nos enseña el Sistema de Abreu y el trabajo de sus alumnos es que el arte, la música orquestada y la creación de belleza compartida, devuelve la dignidad y la razón de ser a quienes les han sido arrebatadas porque no pueden pagarlas. Hace tiempo lo escribió Martha Nussbaum con lucidez: Frente al miedo, la ira, la envidia y el asco, esas emociones que se potencian por los medios odiosos de los autoritarios, están los antídotos del arte y la conversación: La creación y la imaginación.

En México hay esfuerzos aislados que apelan a la misma idea. Pero son tan marginales como la gente a la que se dirigen y, además, están fragmentados y capturados. Pero quizás podrían ser la semilla de algo mayor. El dinero es siempre escaso, pero el amor y la solidaridad pueden ser infinitos y son gratuitos.

Investigador de la Universidad de Guadalajara.

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