La corrupción es la apropiación abusiva de lo público en beneficio propio. Quien se adueña de lo que es de todos, quien esconde lo que debe conocerse y quien excluye, selecciona y cierra lo que ha de ser parejo, comete un acto de corrupción. Quien promete lo que sabe imposible de cumplir, también. Quien engaña para obtener ventajas indebidas; quien abusa de la autoridad que la ha sido concedida; quien burla las reglas del juego para hacerse de dinero o de poder, o de ambas cosas, es un corrupto. En estos puntos coinciden todos los estudios sobre el tema, alrededor del mundo.

Para eliminar la corrupción es indispensable bloquear sus causas y no solo castigar sus consecuencias: hay que evitar la captura del Estado, en cualquiera de sus variantes. Hay que impedir el reparto de puestos públicos como si fueran botín de guerra, hay que cancelar la posibilidad de que las autoridades usen los presupuestos públicos para favorecer sus intereses políticos o financieros, hay que prohibir que asignen contratos públicos como les venga en gana, hay que sacar del clóset las finanzas públicas, hay que garantizar la máxima publicidad de los asuntos públicos, hay que confrontar lo que se hizo con lo que se dijo y, sí, además, hay que castigar a quienes infrinjan la ley.

La corrupción no es solamente un problema cultural (aunque la reproducción sistemática de prácticas corruptas tienda a normalizar su uso y a justificarlas socialmente), ni es tampoco un asunto de personas buenas y personas malas (aunque siempre sea mejor alejarse de quienes tienen trayectorias tramposas y, también, de los ineptos). La corrupción no se combate diciendo que no existe (y ya) ni seleccionando adversarios corrompidos para meterlos a la cárcel o reaccionando a los escándalos del día, para controlar los daños. Combatir la corrupción no es propaganda ni puede hacerse al margen de la ley. Para erradicarla, es indispensable fijar reglas del juego honestas y garantizar su cumplimiento. Cancelar las causas de la corrupción es una tarea administrativa, técnica y, también, es pedagógica.

Dice el presidente que el de Segalmex es el único caso de corrupción que ha sucedido en su sexenio. Se equivoca. Seguramente es el asunto más escandaloso, pero hay muchos más. De hecho, los índices que se han venido publicando a lo largo de este periodo revelan —con muy diversas fuentes oficiales, incluyendo al Inegi— que México ha perdido terreno en la materia desde el 2018. El trípode en el que se sostiene la corrupción no se ha modificado: las pequeñas pero numerosas extorsiones de ventanilla y de contacto personal (mordidas para evitar sanciones, agilizar trámites u obtener ventajas de toda índole); el uso discrecional del presupuesto público (adjudicaciones directas o amañadas de contratos y desviación de fondos para fines distintos a los autorizados en el presupuesto); y la utilización de recursos públicos para propósitos políticos (asignación de puestos, condicionamiento de programas sociales e intercambio de beneficios y pagos por favores electorales). Todo eso sigue intacto.

Para combatir la corrupción es necesario erradicar la discrecionalidad de quienes toman decisiones, la opacidad de los gobiernos y la impunidad. Y nada de eso ha sucedido todavía: los presupuestos se siguen asignando como si fueran patrimonio de los funcionarios; la transparencia está bloqueada y boicoteada por el gobierno federal; y nuestra impunidad sigue siendo una de las más altas en el mundo. Tampoco hay rendición de cuentas, porque las instituciones diseñadas para exigirla han sido desdeñadas. La corrupción se forja en redes –como la delincuencia organizada—y se mete al corazón del régimen cuando no hay contrapesos suficientes. No es una anomalía: es el sistema.

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