No es muy complicado dilucidar por qué los partidos políticos tienen mala fama. Para muchas y muchos son el retrato de la corrupción y del oportunismo político. En vez de ser entes de interés público, muchas veces han actuado como negocios privados (pensemos en el Partido Verde). No es casual que se asocien con todo lo malo de la vida pública. Esta concepción de los partidos ha permeado a tal punto que los mismos partidos la han adoptado. En México (y en otros países como Estados Unidos e Italia) tenemos “partidos antipartidos” o facciones antipartidistas dentro de los partidos, donde las dirigentes insertan el ingrediente de la participación de la “sociedad civil” —y no la ciudadanía—, como una forma de purificación, de exorcismo, de expiación de sus pecados.

Lo vemos hoy en México en el llamado Frente Amplio Opositor. Desde su formación, se presentó como la unión entre la sociedad civil y los partidos. Pretendía realizar elecciones primarias abiertas al público y operadas por un consejo ciudadano y representantes de los partidos (el consejo ciudadano se disolvió antes de empezar). Con estas acciones, los dirigentes de los partidos se regodean de cómo le abren la puerta a la sociedad civil permitiendo que sus miembros aspiren al cargo y participen del proceso. Más aun, han llegado a decir que lo mejor de la pre-precandidata puntera del Frente es que no pertenece estrictamente a ninguna organización partidista. El mensaje de inclusión ciudadana tiene la pinta de una propuesta democrática, pero su discurso antipartidista demuestra todo lo contrario.

Hay varios problemas con esta visión de los partidos. El más importante es que al debilitarlos se impulsa lo que muchos queremos combatir: el populismo. En palabras de Nadia Urbinati: “La erosión de la democracia de partidos […] tiende a exaltar el liderazgo personal y a deprimir lo colectivo y su organización”.[1] Los partidos son la expresión pública e institucionalizada de la pluralidad de perspectivas y han de servir como espacios para resguardar el principio de representatividad. El populismo se rebela en contra de cualquier organización intermediaria entre el “pueblo” y sus representantes. Los populistas detestan cualquier freno institucional, específicamente los que amenazan su ideario de una encarnación directa de la voluntad popular, de ahí que busquen suprimir las formas de representatividad institucionalizada, como los partidos democráticos. No es casual que AMLO haya hecho todo lo posible por debilitarlos: desde las iniciativas para quitarle recursos a los partidos hasta la lucha por debilitar al INE, todos son ataques contra la estructura partidista. Pasando, claro, por los golpes que le ha dado a la mesa directiva de su propio partido. Debilitar la estructura partidista es una estrategia de manual, como se puede ver en el caso de Venezuela.

El segundo problema es más bien práctico. Abogar por la mínima expresión partidaria, por reducirlos a meros espectadores del escenario político, es una receta para el fracaso electoral. Salvo contadas excepciones, las elecciones se ganan con estructuras electorales, no con fenómenos mediáticos. Las estructuras no son otra cosa que grupos de personas organizadas bajo un liderazgo de lo más inmediato posible (colonia, manzana, sección). Esto liderazgos se van cultivando e identificando poco a poco para que confluyan en una organización política y puedan movilizarse para distintas causas, incluida una elección. En México, la expresión “estructura partidista” tiene una connotación negativa producto de una larga historia de desvío de recursos y de compra de voluntades a diestra y siniestra, pero las estructuras van más allá: se forman en la colonia, pero también en las universidades, en los sindicatos, dentro de los lazos familiares. Contrario a lo que se piensa desde la condescendencia, las estructuras no son redes clientelares, sino comunidades de ciudadanas y ciudadanos organizados, cercanos a los partidos con los que comparten ideario y proyecto. Así funciona en todos lados. Y la única organización que puede hacer esto con eficacia y bajo principios democráticos es un partido político. Ignorar esto es simplemente ingenuo. La campaña de aire (medios, redes y publicidad) es siempre complemento de las de tierra. En suma, debilitar a los partidos es debilitar sus estructuras, el lugar donde está la ciudadanía. Además, es ponerlas a merced de otros tipos de intereses: desde el crimen organizado hasta —como ya dije— los liderazgos populistas.

A pesar de todo esto, vemos cómo impera el discurso antipartidista. Tanto en el oficialismo como en el Frente le apuestan a disolver a los partidos. Le apuestan a la política de personajes mediáticos en detrimento de las instituciones democráticas cercanas a la ciudadanía. El oficialismo exalta la voluntad de su líder como fuente de toda su normatividad, mientras el Frente destruye sus bases mediante alianzas de membretes, un pragmatismo fracasado y un discurso antipartidista.

La gran paradoja es la del Frente: dicen querer combatir a AMLO (de hecho, no tienen más agenda que esa) pero, a su vez, incentivan la creación de liderazgos parecidos al de él y ponen en riesgo su propia viabilidad electoral. No se dan cuenta de que si democracia y autoritarismo son antónimos, partidos y autoritarismo también lo son. Pretenden curar el populismo desde la propia lógica populista, cada día más lejana de la democrática.

@MartinVivanco

Abogado y analista político

[1] Ver Urbinati, Nadia, “Liquid parties, dense populism”, Philosophy and Social Criticism, 2019, p. 1073.

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