Marcos T. Aguila (Universidad Autónoma Metropolitana)  y Raúl Rojas (Universidad Libre de Berlín)

Muchos países del mundo cuentan, como México, con un sistema de lotería nacional o estatal. Equivale a una licencia para imprimir dinero: el precio de todos los boletos vendidos es muy superior al valor de los premios otorgados. Hay sistemas de lotería en los cuáles se tienen que seleccionar números. Si nadie le acierta a la combinación ganadora, el premio no otorgado se agrega a la bolsa de la semana siguiente, de tal manera que se puede llegar a recompensas descomunales (de muchos millones de dólares en los Estados Unidos). Es quizás un problema de la naturaleza humana el que los compradores de boletos de lotería no se detengan a pensar en la bajísima probabilidad que tienen de ganar en una de esas rifas (probabilidad acaso inferior a la de que un rayo les caiga sobre la cabeza). Más bien se imaginan ya ganadores del premio mayor y fantasean sobre todo lo que podrán adquirir una vez que le hayan pegado al “gordo”. Las excepciones, bien promocionadas, mantienen la flama de la esperanza.

Aunque las rifas han existido durante siglos, en diversas formas, su verdadera difusión universal es un producto de la época moderna y la consolidación de los estados nacionales. Y es que las loterías bien organizadas son una manera cómoda de agenciarse dinero de los ciudadanos: no son más que un impuesto disfrazado. Fue el legendario Giacomo Casanova, el seductor, quien en 1757 diseñó el plan para crear en Francia una lotería con el fin de financiar a la Escuela Militar. De Casanova sabemos que fue un aventurero y un apostador incansable. No sorprende que el ejemplo se propagara.

La atracción del procedimiento alcanzó pronto a la Nueva España, que celebró un primer sorteo de lotería el 13 de mayo de 1771. El organismo responsable se denominó “Real Lotería General de la Nueva España”. Los billetes costaban 4 pesos y eran divididos en medios y cuartos para que su valor mínimo fuera de un peso y pudieran participar los pobres. De las utilidades obtenidas, se destinó un porcentaje a la beneficencia. Y esa ha sido la norma hasta el presente, por eso la Lotería Nacional se ha apellidado “para la Asistencia Pública”.

Quizá lo más paradójico de las rifas y loterías es que son los pobres los que proporcionalmente gastan más en ellas. Un estudio realizado en Alemania en 2012 llegó a la conclusión de que los más necesitados consideran muy improbable poder mejorar su condición y por eso una solución casi mágica (ganar la lotería) parece más atractiva que ahorrar ese dinero bajo el colchón o en el banco. Otro estudio realizado en los EU encontró que la población más pobre destina hasta el 13% de su ingreso en billetes de lotería. Las personas más afluentes no llegan a invertir el 1% de su ingreso anual en este juego de azar (aunque dado su alto ingreso las cantidades recaudadas no son despreciables), y participan sobre todo cuando la bolsa acumulada es estratosférica. En EU, la lotería aniquila casi tanto ingreso de la parte más desprotegida de la población como lo hace en alcohol. Mientras el efecto destructor del alcohol es una certeza, la apuesta al destino vía la lotería es un sueño renovado cotidianamente. Ambos son “opios del pueblo” socialmente aceptables. Así, rifas y loterías son un gran espejismo para los pobres y sus carencias.

Cuando Casanova introdujo la lotería en Francia, sus asociados querían limitar el premio que se podía ofrecer. Pero él los convenció de que mientras más alta fuera la recompensa, mayor sería el efecto sicológico sobre la población y mayor su participación en el sorteo. Estaba seguro de que podrían vender suficientes billetes para asegurar un beneficio. Tenía toda la razón. Mientras más alta la bolsa, menos se detienen los compradores a valorar sus posibilidades de ganar. Un premio descomunal, casi impensable, mete en corto circuito a las neuronas sociales. Hay que apresurarse a comprar “cachitos” de lotería.

Loterías y rifas han sido criticadas por ser impuestos disfrazados desde siempre, y aunque hay mucha gente acomodada que participa para divertirse, desgraciadamente la lotería es más un impuesto a la pobreza que a la riqueza. El resultado de una rifa para ganar un premio cualquiera (por ejemplo, un avión) sería exactamente lo mismo que si se le anunciara a la población: “Señoras y señores, a partir de mañana se cobrará un impuesto especial que se deberá pagar hasta que recaudemos 130 millones de dólares, el precio de avalúo de hace un año del avión. Para que nadie se queje, el avión se le entregará al azar a algún amable contribuyente.”

Es insensato. Si un avión no se puede vender por 130 millones de dólares, porque nadie los quiere gastar, lo más lógico sería reducir el precio o subastarlo. El precio de una cosa es lo que el mercado está dispuesto a pagar, no lo que dice una hoja de papel con un membrete sofisticado. Pero si por obstinación se le hace pagar a los ciudadanos un impuesto especial, claro que la hacienda pública recuperará su dinero, pero al final es el pueblo, tanto el bueno como el malo, el que pagará la cuenta, aunque el asunto termine en una especie de pequeño museo sobre el estilo de vida de la clase política y las extravagancias de un avión particular.

Tal parece que fuese la hora de engancharse en el frenesí de las rifas y las soluciones milagrosas a muchos de los problemas, que se agudizan en épocas de crisis. No parece casual que en la novela de George Orwell, 1984, el Ministerio de la Abundancia es el que opera la Lotería: “delicia, locura, y anodino estimulante intelectual” para la clase trabajadora.

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