El día de ayer, en su columna, “¿Cómo volver a la normalidad?” ( http://eluni.mx/9pin314i_ ), León Krauze discute las posibilidades de un higienismo radicalizado a partir de la experiencia de la pandemia que azota nuestro planeta. Sin detenerse para amortiguar la fuerza del embate, Krauze vislumbra un Estado panóptico, capaz de documentar, organizar y dirigir rigurosamente la vida de sus ciudadanos. Y continúa: tendremos que aprender a vivir “a distancia”, incluso despidiéndonos del saludo de manos. La moraleja no podría ser más lúgubre: después de la pandemia, la normalización del miedo.

El miedo.

Esa pasión descontrolada y descontrolante juega un papel central en el análisis. Es al miedo al que se refiere Krauze para explicar la evolución de los mecanismos disciplinarios de los estados modernos. Miedo a las bombas en aviones, dice, sugiriendo sigilosamente que a las bombas en aviones le siguieron los aviones-bomba. Es, precisamente, el 9/11 el evento que inaugura la crisis de las democracias liberales, cuya breve hegemonía duró apenas doce años, de 1989 al 2001. Ese miedo parió el Patriotic Act con que la administración Bush pasó por encima de libertades individuales básicas. Estados Unidos le dijo adiós a la privacidad, convencidos sus ciudadanos de la necesidad del sacrificio en una era donde el terror se ha vuelto ubicuo.

Si el miedo es el catalizador de los estados de excepción, a través de los cuales los regímenes democráticos se han visto progresivamente desmantelados, entonces la “normalidad” a la que volveremos será irremediablemente postdemocrática. En el futuro, emergerán estados que ostenten como insignias las prerrogativas voluntariamente cedidas por sus pueblos a cambio de una pizca de paz mental, una pírrica sensación de seguridad.

Krauze lamenta la situación, pero sentencia derrotado: “estas recomendaciones son no solo probables sino seguramente esenciales”. Esta idea es alarmante para la vida democrática. Krauze parece entregarse al gobierno de los “técnicos”, incapaces por su propia naturaleza de ver nada más que cuerpos, nunca personas. Replicaría yo: si bien es cierto que hoy las recomendaciones médicas deben primar sobre otras consideraciones, eso no implica que, de ahora en adelante, la mera subsistencia deberá ir por encima, por ejemplo, de la vida cívica—esa vita activa celebrada por Hannah Arendt—, o de la vida del espíritu, ya sea a través del arte, la reflexión o la contemplación que trasciende la vida nuda.

Es, precisamente, sobre la apoteosis de la mera supervivencia que filósofos como Giorgio Agamben alertan. ¿Vivimos para sobrevivir? Krauze es consciente del peligro, y se abandona a una serie de preguntas sin respuesta: “¿Está [usted] listo para reducir radicalmente el contacto con su prójimo?”. El silencio, la no respuesta, dan en el clavo, y traicionan la profunda sensibilidad democrática de su autor.

Verbalicemos la tácita respuesta. No, no podemos estar nunca dispuestos a renunciar a la vida en común. Necesitamos vencer el miedo. Nunca en la historia la esperanza de vida ha sido tan optimista, ni ha sido mayor el conocimiento para combatir enfermedades. Y, sin embargo, nunca como hoy la humanidad parece más indefensa ante el miedo.

Vivir supone siempre un riesgo. El valor de la vida está íntimamente ligado a su caducidad: la certeza de la muerte hace la vida valiosa. Sólo una nueva normalidad libre de miedo puede restablecer la vida democrática. Las democracias se fundan en la capacidad de ver al otro, estar con el otro, y actuar juntos. Si la pandemia significa el fin de la posibilidad de esta vida en común, quizá hayamos perdido ya aquello que nos hace personas; quizá hayamos tomado el plato de lentejas, abandonándonos a vivir como bestias que sólo piensan en sobrevivir.

Profesor-Investigador Upaep.
juanpablo.aranda@upaep.mx

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