1. En los años cincuenta y principios de los sesenta, en Monterrey, a las puertas de las casas no se les ponía seguro. Incluso en las viviendas ajenas uno daba vuelta a la manija y estaba dentro. A los niños se nos enseñaba a tocar la puerta antes de entrar, pero era más un gesto de educación (no fuera uno a encontrar al señor o señora de la casa en paños menores), que una fórmula que tuviese que ver con la seguridad. Uno tocaba, y luego del grito de cajón: -“¿quién?”, escuchaba “pásale” o cualquier equivalente. Alguien debería hacer la historia de las medidas de seguridad instaladas en los hogares que han llegado al extremo de convertirlos en fortalezas.

2. Hace unas décadas las calles eran de los niños. Ahí se jugaba, según la temporada, futbol, béisbol, canicas, balero, trompo, yoyo. Era el espacio de socialización por excelencia. Se generaban amistades duraderas y odios rancios. Se aprendían las rutinas de la convivencia, se creaban pandillas, se multiplicaban las fuentes de información. Las calles eran la segunda o la tercera escuela. Sin plan de estudios ni brújula alguna uno ampliaba su marco de visión y se topaba con un zoológico de tipos humanos vistoso y multicolor. Había una especie de consigna en aquella época: los niños comían, hacían la tarea y salían a la calle. Eso era lo sano, no estar encerrado en la casa. Hoy es difícil encontrar niños jugando en las calles. Alguien debería hacer la historia de cómo los niños perdieron para sí las calles y se recluyeron en sus casas.

3. Existía un aprendizaje que inyectaba seguridad en los niños: ir solos a la tienda de la esquina o a la panadería o a la tlapalería a hacer “algún mandado”. Se trataba de comprar cualquier chuchería pero que a los seis o siete años resultaba un signo de independencia y autosuficiencia. Era la muestra palpable de que la etapa de la sumisión absoluta entraba en declive y que uno podía bastarse a sí mismo. Claro, era un ambiente en el cual los vecinos o los dependientes de las tiendas se conocían y en conjunto velaban por los niños que caminaban unos cuantos metros en ese ir y venir. Alguien debería escribir la historia de cómo hemos llegado a la conclusión de que los niños pequeños por ningún motivo y bajo ninguna circunstancia deben andar solos por las calles.

4. A fines de los sesenta y durante los setenta viajar en “aventón” era una rutina gozosa. Quienes estudiábamos la prepa extendíamos el brazo derecho, entrecerrábamos el puño dejando el dedo pulgar levantado y esperábamos que algún automóvil se parara para llevarnos. En ocasiones uno llegaba a su destino luego de dos o tres “aventones”. Pasados algunos años, en agradecimiento, si uno llegaba a tener coche hacía lo mismo. “Levantar” a quienes buscaban llegar a un lugar que se encontraba en el camino. Se trataba de infinidad de gestos solidarios basados en la confianza. Hoy, hay que ser demasiado atrevido o inconsciente para pedir o dar “aventones”. Alguien debería escribir la historia del auge y extinción de esa bonita costumbre.

5. En su novela Brujas (Alfaguara, 2020), Brenda Lozano, le hace contar a una de sus mujeres lo siguiente: “Mi mamá tenía que llegar al trabajo en la administración de la universidad. Tenía que dejarnos en la escuela porque el autobús nos había dejado. Tenía prisa, había tráfico…En un semáforo mi mamá resolvió ponerse a platicar con un hombre en el coche de al lado, ventana a ventana, y ese hombre le dijo que trabajaba por nuestra escuela, que sin problemas podía dejarnos para que tomara la dirección contraria hacia su trabajo. Mi madre nos abrió la puerta trasera del auto del desconocido. Mi padre montó en cólera cuando se lo conté…La suerte quiso que ese hombre nos preguntara qué estábamos estudiando sin violarnos ni filetearnos…”. La madre está imbuida de la confianza interpersonal del pasado, el padre del miedo presente y el personaje que narra se encuentra marcado por los horrores documentados de nuestra vida en común. Alguien debería escribir la historia de esa dolorosa y alarmante transformación.

Profesor de la UNAM.

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