Primer acto. Son los años 70. Existe un presidente todopoderoso, a quien, entre veras y bromas, se le considera Guía de la Nación, Árbitro Supremo, Sol que Ilumina el Futuro. En un cuarto plano se encuentran un Congreso dócil, habitado por una mayoría disciplinada a la sagrada sabiduría presidencial y una Corte que en materia política asemeja un rotundo cero a la izquierda. Un partido, con sus amplias alas, da cobijo a una extensa coalición, que expresa intereses varios pero cohesionada por la sumisión al titular del Ejecutivo. Las organizaciones sindicales y agrarias son parte del partido oficial, se ha edificado un alambicado circuito de negociación, pero asumen que el límite de su accionar no es producto de la decisión de sus afiliados sino de los mandatos que fluyen “desde arriba”. Los medios marchan alineados (con sus gloriosas excepciones), unos gozosos porque se convierten en negocios prósperos, y otros rechinando los dientes, porque las concesiones de radio y televisión dependen del gobierno o en el caso de periódicos y revistas el papel solo puede ser surtido por una empresa oficial. Las oposiciones, débiles, testimoniales, en el lenguaje estatal reciben su rutinario maltrato: son “reaccionarios” o portadores de “ideas exóticas”. No son ni siquiera connacionales, sino excrecencias incómodas. Las libertades están en el papel, pero no pueden ser ejercidas. Es un universo aparentemente estable y a algunos les parece ejemplar. La tranquilidad, sin embargo, es sacudida de vez en vez, por trabajadores que buscan recuperar sus organizaciones o construir otras nuevas, campesinos que reclaman tierras o construyen formaciones autogestivas, estudiantes que se ahogan en un ambiente opresivo, “colonos” que demandan la regularización de sus tierras y servicios básicos, partidos excluidos o que denuncian fraudes electorales, los que han tomado las armas porque creen que los conductos para el quehacer político están clausurados. Es un planeta sin cauces para la expresión de su diversidad y por ello condenado a generar conflictos sin fin.

Segundo acto. 30 años después. Existe un Congreso que recoge a una pluralidad viva y contradictoria y la Corte se está convirtiendo en un auténtico tribunal constitucional. Se han creado instituciones estatales autónomas para cumplir con funciones que el gobierno no era capaz de efectuar de manera satisfactoria. Emergen infinidad de agrupaciones con agendas, diagnósticos y propuestas distintas. Las libertades de asociación, expresión, manifestación se robustecen con su ejercicio. Hay elecciones competidas, alternancias en todos los niveles de gobierno, congresos plurales que obligan al diálogo y la negociación. Varios partidos expresan la diversidad de ideologías y sensibilidades implantadas en la sociedad. El presidente sigue siendo central, pero sus excesos ahora topan con poderes constitucionales e instituciones de la sociedad que ejercen contrapesos importantes. Eso sí, las desigualdades y la pobreza parecen imbatibles, y la corrupción desbocada y la violencia y la inseguridad, construyen una bruma que no deja que muchos aprecien lo edificado en el mundo de la política.

Tercer acto. Han pasado otros 20 años. No falta quien añora el sistema pintado en el primer acto. Hace todo lo posible por reconstruirlo: un “presidente todopoderoso…” (y sígale usted).

¿Cómo se llama la obra? “Volver al pasado”. Siempre y cuando lo construido en el segundo acto sea barrido.

Profesor de la UNAM