Cuando le preguntaron al célebre filósofo británico Bertrand Russell, en 1964, si estaría dispuesto a morir por sus creencias, respondió: “No, porque tal vez esté equivocado”.

Qué lejos quedan esos tiempos en que alguien podía al mismo tiempo defender una serie de ideas -Russell no solo era un intelectual, sino un conocido activista en contra de las armas nucleares- y reconocer que eran solamente sus mejores hipótesis sobre el mundo y la vida.

Desde entonces parece que el mundo se ha aventado a los brazos del “efecto Kruger-Dunning”, bautizado así por los investigadores de la Universidad de Cornell Justin Kruger y David Dunning, quienes en 1999 publicaron un célebre estudio. Lo que hallaron es que las personas con menor capacidad cognitiva tienden a sobreestimar su propia habilidad para realizar una tarea, y son además menos susceptibles de aprender de sus errores. Y, por el contrario, que los individuos con una mayor capacidad cognitiva tienden a subestimar su potencial para realizar una actividad. El resultado es una tragedia que diariamente perjudica a las organizaciones empresariales y deteriora la vida política, el espacio de la opinión pública y el mundo académico (aquellos alumnos que más necesitan estudiar son a menudo quienes menos lo creen así).

“Es un hecho bien sabido que aquellas personas que desean gobernar a otros son, ipso facto, aquellos menos capacitados para hacerlo”, escribió con humor negro Douglas Adams, autor de The Hitchhiker’s Guide to the Galaxy, en 1980. Se les adelantaba a Kruger y Dunning por 19 años.

Si bien la conexión de esto con muchos políticos es imposible de ignorar, sospecho que el efecto Kruger-Dunning tiene bastante que decir sobre el comportamiento de muchas personas -en México y fuera- ante el embate del COVID-19. Hace poco la Ciudad de México pasó a semáforo naranja y con ello se permitió la reapertura de locales en el centro histórico de la ciudad, bajo la advertencia del sano distanciamiento y que los locatarios no podrían atender a muchas personas a la vez. De nada sirvió: al día siguiente las calles y locales estaban abarrotados, y el Gobierno de la Ciudad debió cerrar la zona de nuevo. Lo mismo ha ocurrido con la reapertura de playas, e incluso desde meses atrás con el 10 de mayo.

El “chingón mexicano”, como analizó Paz, es el hijo más perfecto de Kruger-Dunning. Para él o ella no aplican las reglas, pues su astucia, talento, arrojo o conexiones sociales lo ponen por encima de los demás.

El miembro del Club de Kruger-Dunning desconoce su membresía. Esa es la paradoja. Y no es mal intencionada: a veces incluso quienes son verdaderamente inteligentes, con motivo de este atributo, sobreestiman su habilidad para realizar una tarea determinada, cuando una cosa, sin práctica acumulada, no necesariamente deriva en la otra.

Hasta el mundo publicitario vive de Kruger-Dunning. Cuando un futbolista anuncia una pasta de dientes, o una actriz de telenovelas recomienda una línea de electrodomésticos, ¿qué pueden saber ellos? En lo que caemos es una falacia de autoridad por transferencia: suponemos que, porque la persona es buena en una cosa, sabrá mucho de nutrición, ortopedia, finanzas o tecnología para el hogar.

A riesgo de contradecirme, reconozco que puede haber un aspecto positivo en el Kruger-Dunning. ¿Cuántas emprendedoras y emprendedores solo se atrevieron a lanzar un proyecto nuevo porque sabían lo suficientemente poco como para creer que podían tener éxito, ignorando las complejidades de la industria?

Aun así, los efectos más nocivos del Kruger-Dunning eclipsan a los positivos. Tendríamos mejores sociedades y líderes si nos sintiéramos más cómodos diciendo “no lo sé”. Personas más interesadas en ir tras los datos y, como Russell, trabajar con hipótesis. No en balde se argumenta que las mejores respuestas nacionales al COVID-19 se han dado en países liderados por mujeres. El razonamiento es que sus administraciones se mostraron más humildes ante la ignorancia sobre el comportamiento del virus, más abiertas a seguir el consejo de los científicos y más apegadas a un principio precautorio, estableciendo cuarentenas estrictas y el uso obligatorio del cubrebocas, así como comunicando estadísticas precisas.

Del Kruger-Dunning nadie escapa. Pero hay contrapesos de los que personas y organizaciones debemos echar mano: el manejo de toda afirmación como una hipótesis a ser probada, el prototipeo, la humildad, una cultura que aliente el debate y cuestionamiento (especialmente de los empleados a sus jefes) y la calibración continua a través de datos. Es decir, una filosofía diaria de optimización.

Director de EGADE Business School Ciudad de México, Tecnológico de Monterrey 

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