No todos los migrantes son igualmente valorados. Acuso aquí el estallido de la “guerra” entre Rusia y Ucrania de la cual debemos opinar con cuidado, sin afanes internacionalistas. El estratega bélico que todos llevamos dentro sale a relucir, por lo pronto intentemos no sembrar más desinformación. En este momento histórico, el racismo cuasi nacionalista es uno de los principales “afectos” europeos a ras de piel. Toda tragedia, por menor que sea, brinda una oportunidad para establecer paradigmas sociopolíticos renovados, además de reglamentar-liberar la radicalidad humana. Se calcula que más de cuatro millones de ucranianos buscarán refugio en los países aledaños debido al conflicto, según datos de la ONU. Migrantes que no correrán, por cierto, con la suerte de los africanos, de los árabes o de los sudamericanos, debido a que tienen nombre + patria herida por el momento [Ucrania], una que conocemos por el espectáculo mediático, llamada por los historiadores: la “pequeña Rusia”.
No soy insensible a la desgracia del momento, sin embargo, pregunto: ¿acaso no huyen de las zonas bélicas, criminales, pobres y conflictivas la gran mayoría de los migrantes rechazados del orbe? Quizá los países de estos últimos no son parte del mapa y territorio de la economía y los intereses globales… esos son migrantes damnificados del sistema “paradisiaco” que consumimos. No es queja, no es arrepentimiento, es destino y realidad. Lamento el desarraigo de los ucranianos y el racismo que éste despierta; de la misma forma que lamento la tragedia cotidiana que viven otros migrantes negados de occidente que, mientras la guerra toma su curso, intentan sobrevivir sin importar resabio ideológico.
A lo largo de las últimas semanas, la prensa internacional in situ hizo gala del racismo más profundo disfrazado de humanismo. Al hablar de los ucranianos que huyen de su país bajo fuego, los comentaristas declaraban: “lo que impacta es que esta no es gente de un país subdesarrollado, esto es Europa y esta es gente rubia de ojos azules, que bien podrían ser nuestros vecinos. Son niños y mujeres blancos”. Investigué, di con los noticieros completos, con toda honestidad pensé que eran declaraciones falsas. Sin duda, el trabajo discursivo xenófobo y anunciado que, desde hace años vienen promoviendo los nacionalistas europeos a ultranza, ha triunfado de forma eficaz. En el ánimo de la unificación y empatía antibélica europea reluce la segregación arrogante del color de piel como un concepto de limpieza: el blanco por encima del negro, del percudido moreno, cediendo razón sin más al hoy negado ídolo estadounidense Steve Bannon, empoderado en su momento por Donald Trump.
El euroescepticismo y “The Movement” (promovido por Bannon y secundado en su momento [sin aparente éxito] por Željka Cvijanović, Viktor Orbán, Matteo Salvini, Geert Wilders, Thierry Baudet, Marine Le Pen, e inclusive Eduardo Bolsonaro) apoyaba declaraciones de Bannon como la siguiente: “Que los llamen racistas, que los llamen xenófobos, que los llamen nativistas. Hay que sentirse orgullosos”. Así hablaba respecto al proteccionismo cultural y repudio de la migración incluso entre europeos. Otra frase provocadora de Bannon es: “Porque cada día somos más fuertes y ellos [los europeos sistémicos y los migrantes] más débiles”. Discursos como este hacen eco en la política europea moderna. En Alemania, Alexander Gauland, líder del partido “Alternativa para Alemania”, opositor a la migración, maneja una estrategia específica, no en contra de la movilidad por sí misma, sino que posiciona en la sociedad la idea generalizada de entender el fenómeno migratorio como un modelo que afectará al sistema de bienestar social alemán, lo que genera incertidumbre y propicia la radicalidad social. El color de piel, por supuesto, es un tema que subsiste.
Hace algunos años, en el “Foro de la Democracia en Atenas”, tuvo lugar un encuentro infructífero, entre Steve Bannon y Bernard-Henri Lévy. El galo se oponía a la rebatinga de la pureza nacionalista del estadounidense que decía repudiar el “racismo”, pero apoyaba el “nacionalismo”. La noción nacionalista de Bannon es sencilla: no se repudia a nadie, pero cada país debe ser libre para decidir a quién recibe, con quién negocia, a quién atiende, con quién se alía; oponiéndose al sentido unitario de la Unión Europea. Ser nacionalista en occidente no significa ser radical, sino amar a tu país. Esa lógica, por llana que luzca, encierra una carga patriótica que, sacada de contexto, es lema de guerra.
El panorama bélico del momento es desolador. Mientras los ucranianos cruzan las fronteras occidentales para cobijarse y reciben de Estados Unidos un pase de “libertad” que les brinda trabajo y estancia indefinida, los migrantes latinoamericanos en nuestra región americana padecen violencia tanto de sus connacionales como de aquellos oficiales de migración en México y Estados Unidos, que idílicamente deberían ayudarles.
Vale la pena desmitificar a los victimizados por la guerra: mientras que los ciudadanos ucranianos blancos, de ojos azules, tienen un pase libertario. Ese país maneja una fuerte estrategia xenofóbica en contra de latinos, africanos, árabes y otras culturas que, al intentar huir de la guerra misma, se ven atrapados en una espiral de violencia. El primero de marzo, la Unión Africana denunció al gobierno ucraniano por los tratos xenófobos en contra de los residentes africanos migrantes. Impedirles cruzar las fronteras es un acto inhumano que enaltece el sentimiento nacionalista del que hablaba Bannon en su momento. Los invitados, que son tolerados en casa, jamás tendrán voz ni voto. El contrargumento puede ser: se debe entender que al pueblo ucraniano le importa salvaguardarse primero; sin embargo, lo que se debe salvar es a la humanidad. ¿Acaso no somos todos hijos de Dios? No obstante, la experiencia nos enseña que Dios también muda de piel. Ucrania está en guerra y su pueblo comete el error de todo pueblo victimizado: se torna intolerante cuando es la intolerancia misma la herramienta y génesis de la desgracia generalizada.
Respecto a la guerra
Históricamente, Heráclito “el Oscuro” y su declaración de la “guerra”, como “madre y reina de todas las cosas”, ha sido eficaz para generar una y otra vez una apología constante de la destrucción. Pero “el Oscuro” no hablaba de la guerra en el sentido de la masa destruida. La guerra es tan sólo el encuentro de oposiciones que generan cambios, que transforman “las cosas”; por supuesto, el choque siempre dará o destruirá la vida misma, pero romantizamos tanto la guerra que nos embriaga hasta la locura; yo el primero. De la gran cantidad de soldados y veteranos que he conocido, jamás escuché a ninguno decir que deseaba formar parte de una guerra. Así, valdría la pena reflexionar ¿a quién le interesa la muerte de la masa? ¿Por qué elegir la muerte cuando, según decía Jean Baudrillard hace más de 30 años, las guerras digitales eran el futuro?
Me impacta, y no sin curiosidad, el enardecimiento de los críticos y columnistas de medios nacionales e internacionales que se aferran a denostar, cancelar, ningunear, escupir al pueblo ruso, y lo que de él emana, el curso de la intolerancia disfrazada de humanismo. Respeto la gallardía del presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, sin embargo, estamos ante un momento de espectacularidad generalizada que nubla la vista y criterio de muchos; de nuevo en la época del Capitán América, (Steve Rogers), el súper soldado y enemigo de la amenaza roja (Red Skull), descifrado como una bandera humana (sólo que ahora estadounidense más la unión europea) y viril, como sugería J.M. Coetzee en sus ensayos.
Escucho: “Putin es un pésimo estratega, sus equipos militares son decadentes y viejos”, “Putin comente errores de novatos”, entre otra gran oleada de diatribas que me detendría a repensar antes de escribir. Dudo mucho que un estadista como Vladímir Putin se lance de inicio a una guerra con equipos de primer nivel; también se vale sacar la merma para resguardar el arsenal, después de todo, Ucrania no es una potencia. Me niego siquiera a pensar cuál es la verdadera trama del hilo geopolítico porque desde este lado del mundo no estamos reconociendo la verdad en su entera proporción. Entiendo pues que habríamos de escuchar las voces de todos aquellos rusos que vivieron la Guerra Fría para tener una idea clara del motor que mueve a la maquinaria rusa. Vladímir Putin es el enemigo número uno de la sociedad contemporánea. Me sorprende el fanatismo en contra de su persona, su comparación con Adolf Hitler y la necesidad histórica, por demás ontológica, de ponerle rostro a un enemigo mundial para el siglo que inicia cuando la amenaza roja, revalorando la línea de pensamiento de Coetzee, ya no es Rusia sino China en su poderío económico.
Pienso en la manipulación de la inmediatez: Volodímir Zelenski viste un chaleco antibalas, dicta conferencias que se pretende sean desde las trincheras, firma la inclusión esperanzadora de Ucrania en la Unión Europea, declara que no tiene miedo de nada ni nadie, que el mundo está con él. No obstante, Europa no está con él ni con Ucrania, es una guerra encapsulada donde el apoyo que recibe equivale a los videos en blanco y negro que hacen las celebridades para “repudiar” las injusticias mundiales. Mientras Volodímir Zelenski se apodera de las pantallas, desde Hollywood se le compara con un “Avenger”. Incluso existe ya el actor para representarlo en un futuro posible… Amén de los muertos ya existentes por este encuentro entre naciones, estamos frente a un espectáculo mediático donde la guerra misma es herramienta y medida de la nimiedad. El rol que juegan los medios de comunicación en toda guerra y conflicto bélico, por lo menos en occidente y medio oriente, es fundamental. El enemigo tiene nombre, no así los muertos; el objetivo primordial de la guerra siempre es ignorado y, del mismo modo, siempre existe el ídolo que salvará a la gente sin nombre… Wag the Dog .
Me preocupa el racismo a escala mundial del que formo parte sin ser rubio ni de ojos azules, porque sé cómo mueren los ucranianos, pero ignoro como pierden la vida los africanos.